Obesidad infantil hoy
Salud sin fronteras
La obesidad infantil es una epidemia silenciosa que amenaza el futuro
Prevenir no es solo posible, es urgente, y la responsabilidad atañe a familias, profesionales y políticas públicas

La obesidad infantil es una sombra alargada que se cierne sobre el futuro de nuestras sociedades. No se trata de un problema aislado ni de una cuestión meramente estética, sino de una auténtica epidemia con consecuencias que lastrarán la salud de las actuales y las próximas generaciones. Las cifras son elocuentes: más de 340 millones de niños y adolescentes en el mundo padecen sobrepeso u obesidad, según datos de la Organización Mundial de la Salud. Detrás de estos números hay vidas marcadas por el riesgo de diabetes, problemas cardiovasculares y trastornos emocionales, entre otros.
Lo paradójico es que, siendo un problema prevenible, su avance parece imparable. La respuesta no está en buscar culpables, sino en entender que todos –familias, escuelas, gobiernos y empresas– tenemos parte de responsabilidad y, por tanto, capacidad para cambiar esta realidad.
Sus causas son como las piezas de un puzle mal encajado. Por un lado, está la transformación de nuestros hábitos alimenticios. Los ultraprocesados, cargados de azúcares y grasas poco saludables, han desplazado a los alimentos frescos en la dieta de muchos niños y niñas. No es casualidad que estos productos, diseñados para ser irresistibles, estén presentes en los anuncios que pueblan las pantallas que los menores miran durante horas.
Ese sedentarismo es otra pieza clave. La actividad física ha quedado relegada por el magnetismo de los videojuegos y las redes sociales, mientras que en muchas ciudades los espacios para jugar al aire libre son cada vez más escasos o inseguros. A esto se suma la cruel paradoja de que, en muchos casos, los alimentos más perjudiciales son también los más accesibles para las familias con menos recursos, creando desigualdades.
Las repercusiones son como piedras arrojadas a un estanque: sus ondas se expanden durante años. A corto plazo, vemos niños y niñas con problemas que antes solo aparecían en adultos: diabetes tipo 2, hígado graso, dificultades respiratorias. Pero el daño va más allá de lo físico. El estigma, las burlas y la baja autoestima dejan heridas emocionales que persisten en la edad adulta.
El coste social es igual de alarmante: sistemas de salud, ya de por sí tensionados, tendrán que hacer frente a una generación con mayores necesidades. Y no es solo una cuestión de dinero: es el potencial de toda una sociedad mermado por problemas que podrían haberse evitado.
La buena noticia es que sabemos qué funciona. En los hogares, pequeños gestos marcan la diferencia: recuperar las comidas familiares con alimentos frescos, sustituir los refrescos por agua o reservar tiempo para jugar activamente. Padres y madres no necesitan ser nutricionistas, sino servir de ejemplo de hábitos equilibrados.
Las escuelas tienen un papel insustituible. No se trata solo de mejorar los menús escolares –aunque eso es fundamental–, sino de convertir los centros educativos en espacios donde se aprenda a cuidarse. Clases de cocina básica, huertos escolares o recreos activos que prioricen el movimiento sobre el sedentarismo son iniciativas con impacto demostrado.
Pero las familias y los profesionales de la educación no pueden cargar en soledad con esta responsabilidad. Se necesitan políticas valientes: regulación de la publicidad dirigida a niños y niñas, debatir sobre la necesidad de impuestos a las bebidas azucaradas o el diseño de ciudades que inviten a caminar y pedalear.
La industria alimentaria, por su parte, debe asumir su papel en la promoción de una alimentación sana e, incluso, reformular sus recetas para reducir azúcares y grasas, o adoptar un etiquetado claro. Son pasos hacia una mayor corresponsabilidad. No es una carrera de velocidad, sino una maratón que requiere constancia y colaboración. Cada actor tiene un rol que desempeñar: los padres y madres como modelos, las escuelas como aliadas, los gobiernos como garantes de políticas protectoras y las empresas como agentes de cambio.
La pregunta no es si podemos revertir esta tendencia, sino si estamos dispuestos a hacer lo necesario. Los niños y niñas no eligen el mundo en el que crecen; somos las personas adultas quienes lo construimos para ellos. Un mundo con menos pantallas y más juegos al aire libre, menos comida basura y más alimentos reales, menos estigma y más apoyo.
El momento de actuar es ahora, porque cada niño y cada niña merecen crecer con la oportunidad de vivir una vida plena y saludable. No es solo una cuestión de salud pública; es, en el fondo, una medida de nuestro compromiso con las generaciones futuras.
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