Una mañana de casquina por Abrucena
Coronavirus
Un grupo de voluntarios ameniza el confinamiento de los vecinos de más edad, con entrega de material y unos minutos de cháchara vecinal
Las calles de Abrucena están húmedas, con algo de musgo en las esquinas y las callejuelas angostas donde no llega el sol. No calienta mucho, la primavera no ha entrado con la fuerza de otros años. Quizás sea por la menor presencia humana estos días, la bajada de la contaminación está provocando que la naturaleza cure las múltiples heridas provocadas desde la Revolución Industrial.
Las campanas de la iglesia tocan las once de la mañana. Los bancos y la fuente del ayuntamiento, normalmente poblados por habladores vecinos, están vacíos. Como todas las calles del pueblo. Alguna persona con su mascarilla que se dirige a la Panadería Jefa, el coche de la policía patrullando con la tranquilidad de que prácticamente nadie se ha saltado el confinamiento en este mes (sólo ocho denuncias en un pueblo de más de mil habitantes) y gatos que vagan, echando de menos las sobras que antes les echaban en las terrazas de los bares, ahora cerrados hasta Dios sabe cuándo.
Las puertas del bello consistorio abrucenero se abren de par en par. El alcalde, Ismael Gil, encabeza un grupo de voluntarios que salen, cajas en mano, a trabajar en pro de su pueblo. Todos tranquilos, puesto que Abrucena de momento está libre de coronavirus, pero conscientes de que hay que seguir manteniendo las medidas y las distancias de seguridad. “Desde el principio del estado de alarma hemos organizado varias iniciativas como entrega de productos y llamadas a los vecinos que más solos están en estos días. De esta manera, se sienten acompañados, puesto que no pueden estar con sus familias ni salir a las calles para hablar con sus vecinos”, explica el alcalde, mientras repasan la lista de dónde hay que llevar este día la mercancia.
Se hacen grupo de tres o cuatro personas, que llevan geles hidroalcohólicos, guantes y mascarillas. Adela Salmerón, Manoli Fernández y María Hernández van para la entrada del pueblo, Gemma Molina, Juan García y Francisco Requena se quedan en los alrededores del ayuntamiento, y Carmen y Silvia López, Miriam Padilla y Encarna Salvador se dirigen hacia los comercios, cuyo trabajo estos días está siendo de matrícula de honor. No sólo tiene abastecido al pueblo, sino que también se convierten en centros donde los vecinos pueden coger más guantes y mascarillas, que el ayuntamiento deja allí ante posibles necesidades. El alcalde se une también a los grupos. Vamos allá.
Pasamos por delante de la iglesia. Las chimeneas echan humo, la temperatura es fresca, agradable, de las que abre el apetito. Esta sensación se vuelve más notable cuando el agradable olor de los almuerzos sale de las cocinas. El confinamiento está sacando el mejor repertorio gastronómico de las ya de por sí buenas cocineras que hay en la provincia de Almería.
“Además de todo el material que les suministramos a las personas mayores, hablamos con ellos y les escuchamos. Es una manera de que estén entretenidos, de que no se sientan tan solos en estos días en los que no pueden estar cerca de sus familias. Nos cuentan sus historias, les decimos cómo están las cosas por la comarca y al final siempre nos dicen que les duelen los huesos, todo lo malo sea eso”, dice Carmen López muy orgullosa de la labor que realiza: “La verdad es que sí, estamos haciendo algo bueno para el pueblo. En Abrucena estamos muy tranquilos, no hemos tenido ningún caso de coronavirus. Eso sí, siempre hay cierto miedo”, más por los familiares que se marcharon a la ciudad, que por ellos mismos que se quedaron en la España vaciada, pero sana y concienciada.
Primera vivienda. Puerta de metal, plantas que custodian la entrada, algo muy habitual en los pueblos, que les da un sabor a verde y fresco. “¿Qué hay que darle a María Jesús?”, preguntan en el grupo. “Dos pares de guantes y mascarillas”, contesta el alcalde mientras repasa la lista en la que tiene apuntados a todos los vecinos. Sale rápido, estaba viendo la televisión en el salón, la forma de matar el tiempo a medio mañana cuando el resto de tareas del hogar ya están perfiladas. “Estamos bien, sin salir del hogar. Se agradece mucho el interés que hay por la gente mayor aquí en el pueblo, nos llaman y hablan con nosotros”, indica con cierta timidez María Jesús, sorprendida de que un periodista y un fotógrafo rompieran la monotonía habitual. “¿Me puede dar unos guantes más para mi madre?”. “¡Por supuesto! Los que necesites”, le responde Ismael, gentil.
Carmen López, voluntaria
"Cuentan sus historias, se lo pasan bien y por suerte sólo dicen que les duelen los huesos”
La siguiente vivienda a visitar está a menos de 50 metros. El olor del sofrito guía los pasos de la comitiva hacia la casa de Encarna Martínez. “¡Voy, un segundo que apague el fuego y me ponga la mascarilla!”, grita la abrucenera desde su cocina. Aquí no hay telefonillos ni demás modernidades. Tampoco se necesita para vivir con sosiego. Es más, hoy no hay ni cobertura en los móviles (hubo una incidencia en el término municipal de Alboloduy).
Con una sonrisa de oreja a oreja, Encarna abre la puerta. Tiene ganas de hablar, se le nota que es parlanchina. “Yo estoy muy bien, no me canso nunca de estar en mi casa”, asegura mientras recibe unos guantes. Sin necesidad de que medien preguntas, ella lleva el hilo de la conversación. “Lo único que siento es no estar con mi familia y no poder andar, que ya sabéis que a mí me gusta mucho”, le dice a Manoli e Ismael, que asienten.
“Me gusta mucho la guitarra y estoy aprovechando para practicar. También estoy haciendo ganchillo. Lo único que no me gusta es que la televisión no para de dar noticias negativas y le digo a mi marido que ponga el programa ése de la isla, ¿cómo se llama? Ah sí, Supervivientes”, se pregunta y se responde ella misma. Visto está que Encarna es una de esas personas a las que el rato de casquina le da la vida. “El alcalde está haciendo mucho por el pueblo: nos mantiene siempre informados, nos da material, está desinfectando a diario... Además, hablamos de vez en cuando con los voluntarios, es necesario. Hace unos días lo pasamos un poco mal porque mi hermana y mi cuñado han pasado el coronavirus en Madrid, estuvieron muy malicos, pero por suerte lo han superado...”. El frenazo de un coche en la esquina de la calle desvía las miradas hacia allí. El policía local de Abrucena baja la ventanilla: “¡No me hagan reuniones de más de cuatro personas, a ver si me voy a tener que poner serio!”, dice con guasa y arranca unas risas a todos. En estos momentos la risoterapia y los gestos de cachondeo son la mejor terapia.
Calle arriba, hacia la Panadería Jefa y las casas adelañas. Ismael deja unos botes de gel hidroalcohólicos en el comercio, mientras los panaderos venden los últimos dulces caseros del día y terminan de cargar la furgoneta (en estos días, sus principales clientes son los pocos bares o restaurantes abiertos en las carreteras para los camioneros, los hospitales, los súper...). En la lista el siguiente nombre es el de Francisco Portero, concejal de Urbanismo durante 16 años, y hombre de una vitalidad tremenda. Desde el balcón, adonde el coronavirus no podría llegar por más que saltara en pértiga, desvela que su trabajo le está sirviendo para desfogar estos días.
“El día entero metido en la casa al final cansa. Por suerte, tengo que salir al campo, a labrar y a regar y así me despejo”, apunta, mientras el alcade explica que la gente que tiene tierras, puede ir a trabajarlas cumpliendo siempre las medidas de seguridad. “Hablar me distrae un rato, por lo menos me entretengo”, dice mientras apunta hacia una casa que hay en la calle de arriba. “Tengo a mis nietos allí, a 50 metros, y sólo puedo verlos y hablar con ellos desde el balcón. Es triste la verdad, no puedo estar tanto sin ellos, los quiero mucho”. Cuando alguien abre su corazón de esta manera, sus palabras son el mejor retrato del sentimiento de millones de españoles.
Francisco Portero, vecino
"Hablar te da la vida, necesitamos este ‘ratico’ en el balcón después de todo el día encerrados”
“Baja y te doy unos geles y unos guantes. ¿Tienes mascarillas?”, le pregunta el regidor abrucenero. “Tú dame lo que quieras”, contesta en tono brutote y simpaticón Paco. “Es el mejor alcalde que podemos tener, está totalmente entregado al pueblo. Los alcaldes deben de vivir con sus vecinos y él lo hace”, con lo que consigue sacarle los colores a Ismael, que se distinguen incluso a través de la mascarilla.
Fin de la mañana. Más de dos horas de tertulias y entrega de material, por el que Abrucena ha trabajado para que haya para todos los vecinos. Hora de decir adiós a la tranquilidad, al sano aire serreno, a la serenidad de la España vaciada, a la perpetua muesca sonriente que a uno se le pone cuando deja la ciudad momentanemante y con permiso de las autoridades, y llega al pueblo.
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