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Homero cuenta en "La Odisea" cómo Penélope deshacía, una noche tras otra, el sudario que tejía de día para su suegro y así evitar el compromiso con cualquiera de los pretendientes a ocupar el trono de Ítaca por la ausencia de Ulises, su marido y rey, al que daban por muerto en la guerra de Troya. Ese hacer y deshacer sirvió para acuñar en psicología el síndrome de quienes adoptan voluntariamente ese modus operandi como forma de vida: evitar las decisiones y volver al punto de partida, una y otra vez. Nada que ver con quienes padecen, a su pesar, esa enfermedad involuntaria que afecta al habla y a la capacidad de expresión de los niños.
Aunque se habla del movimiento pendular en la política doméstica, da la impresión de que España sufre el síndrome de Penélope y desde hace dos siglos porque, además de moverse de un lado al contrario, rodea la realidad para volver al punto de partida y así crear la sensación de progreso, cuando la verdad es que está en el camino de vuelta. Y desde hace dos cientos años porque se asocia con facilidad a los cambios que se produjeron en el siglo XIX, donde aparecieron los primeros rasgos de la enfermedad: más de diez constituciones y más de cien cambios de gobierno en menos de cien años. Repartidos en el tiempo: una constitución por década y un gobierno cada diez meses. Y todo sin atender a la realidad, al declive del imperio español.
El hacer y deshacer decimonónico que se inició tras la guerra de la Independencia con el paso del absolutismo al liberalismo y vuelta al absolutismo, rompió la estabilidad que una nación necesita para progresar. A decir de Fernando de Bordejé, ese cambalache propició el acceso al gobierno de una clase dirigente sin conocimientos ni experiencia, aferrada o sumisa al poder, dominada por la oratoria pero ineficaz a la hora de gobernar y, mucho menos, de gestionar presupuestos.
Sobre este telón de fondo, en la milicia, se produjo el alejamiento del Ejército y la Marina de los objetivos naturales de unas fuerzas armadas: la defensa militar de los intereses de la nación; y el alza del interés en hacer cambios continuos en la organización y administración militar y naval, para favorecer el abandono personal de las armas y subirse al estrado político. Con ello, en las cosas de la mar, se dejó de invertir en sus gentes y en los barcos, para gastar en burocracia hasta agotar los pocos recursos de que España disponía. Y ya se sabe, nada crece con tanta avidez como una ineficaz administración. Más aún, la propensión a aumentarla se agudiza cuando, a falta de ideas, se recurre a la simplista y dañina solución de llevar la contraria a quién ocupó el puesto con anterioridad, sin más. Lo que un ministro hacía, lo desmontaba el siguiente. Cambiar el mobiliario de sitio es señal visible del síntoma.
El mal de Penélope se convirtió así en una enfermedad hereditaria. Se prefería deshacer lo ajeno, por bueno que fuese, para imponer lo propio, por muy vacío que fuere. Y todo entreverado con guerras carlistas, levantamientos cantonales, procesos independentistas, pronunciamientos militares y alzamientos populares, cuyas consecuencias se pasaban por alto. Ni las "guerras civiles", lo más opuesto a cualquier cosa civilizada, sirvieron de vacuna. Pero ya se sabe también que se inmunizan sólo quienes las sufren, mientras que el mal se propaga entre quienes las fabulan.
Y así, en el siglo XX, reaparecen los "penélopes". La primera vez para desmontar una monarquía constitucional que había dejado el absolutismo fernandino setenta años atrás y rellenar el vacío dejado con una utópica república, porque sí, por las buenas (en realidad por las malas), ya que hizo sin plebiscito. La segunda ahora, otra vez setenta años después de la primera, para desacreditar la Transición y desmantelar la Constitución del 78, éxitos colectivos de la sociedad española que, en dos generaciones inmunizadas por una guerra y su post-guerra, pasó del enfrentamiento civil a la concordia nacional, y de una monarquía que, además de constitucional como era, se convirtió en parlamentaria al entregar al Congreso de los Diputados mucho de lo que le era propio.
Espero que, ante este segundo brote de Penélope, seamos capaces de vacunarnos y recordar, a pesar de los relatos ficticios que nos inyectan con memorias sesgadas, que las victimas somos nosotros mismos aunque los "penélopes" nos tachen de culpables.
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