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No consigo recordar como ocurrió uno de los sucesos más traumáticos de mi adolescencia, cuando al cruzar una calle en una pequeña ciudad del sur de Inglaterra, un vehículo atropelló a mi acompañante. Lo único que rememoro con claridad es que me encontré en una ambulancia que nos condujo hasta un hospital donde ingresaron a mi compañero de urgencia. Allí permanecí hasta que consiguieron localizar al profesor español que apareció por el centro hospitalario tras unas horas que me resultaron eternas.
Sin embargo, como el comportamiento de la memoria es caprichoso, sí que puedo describir perfectamente la calidad del centro médico público británico que nos acogió. Seguramente esta profunda impresión se produjo por claro contraste con mis vivencias anteriores, pues no hacía mucho que había acompañado a otro amigo que pasó cuarenta y ocho horas en un pasillo de La Bola Azul hasta que hubo espacio en una habitación.
En general, es difícil describir el impacto que tuvo en un chaval almeriense aquella inmersión en el Estado del bienestar británico posterior a la II Guerra Mundial. Que los hospitales estuvieran como una patena, los trenes llegaran a su hora (si no había huelga, todo hay que decirlo) y los servicios públicos funcionaran era algo que nos parecía de ciencia ficción.
Con el paso del tiempo, regresé al Reino Unido para una estancia en el University College durante la cual, por suerte o por desgracia, tropecé con una ola de renovación de la narrativa contemporánea inglesa por cuyo influjo mi trayectoria profesional y vital viró, especialmente tras acercarme a la obra de Doris Lessing. Para sorpresa de mis mentores, la autora de El Quinto Hijo fue involuntariamente causante de que yo truncara una trayectoria centrada en el hispanismo anglosajón, hacia un rumbo desconocido.
Aunque no fue ese viraje de timón personal lo que más me chocó de mi segunda estancia larga en el Reino Unido, sino el hecho de que, veinte años después, el Estado del bienestar hiciera aguas por todas partes. Seguramente porque en España la situación había mejorado mucho, me pareció que la atención sanitaria palidecía ante la andaluza, el metro de Londres era una carraca comparado con el de Madrid y, en general, los servicios públicos británicos se habían quedado atrás. Para mí, Gran Bretaña funcionó como una especie de laboratorio temporal que ejemplifica como el abandono del sector público tiene efectos inmediatos en la calidad de vida del común de los ciudadanos.Ese puede ser el motivo del porqué, cuando se nos machaca con mensajes triunfalistas desde todas las esferas públicas, sean estas del color que se quiera, los acoja con desconfianza. Pues, de acuerdo con las estadísticas, declaraciones y demás, yo vivo en el país con mayor crecimiento económico de la Unión Europea, dentro de una comunidad autónoma que avanza, en una provincia que lidera los rankings y dentro de una ciudad que, de acuerdo con la versión oficial, va como una moto.
A pesar de este bombardeo de discursos, fotos sonrientes y toda la demás parafernalia de comunicación social, la realidad que me rodea es que mi padre está pendiente de resolución de dependencia desde hace años, mi octogenaria madre tiene que someterse a largas colas en la medicina pública, mi hijo mayor lucha para solventar los problemas de acceso a la vivienda y mi hija menor recurre a BlaBlaCar o autobús nocturno porque no hay servicio ferroviario con Madrid digno de tal nombre. Y, para rematar a gol, pago como el resto de vecinos astronómicas tarifas de agua, debido a que, por falta de una ordenación del territorio digna de tal nombre en época de sequía estructural, los almerienses dependemos para sobrevivir de un agua desalada que hay que pagar a precio de oro entre todos.
En resumen, que por muchas fotos que se hagan nuestros líderes, el Estado del bienestar que un día disfrutamos está pasando a mejor vida a marchas forzadas, por lo que esto pinta que vamos hacia un sálvese quien económicamente pueda.
Ahora bien, mientras hay vida hay esperanza. Por ello, me congratulo de que el último Premio Nacional de Narrativa lo haya recibido un almeriense de adopción el cual, con una obra de gran calidad y originalidad, como quinto hijo de una familia obrera, es una muestra viva de que invertir en el sector público termina siendo un buen negocio para todos.
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