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Recién llegado a la Universidad de Granada don Adolfo Rancaño, nuestro profesor de Química General, nos dijo que “el Babor hay que sabérselo de pasta a pasta y pastas incluidas, porque es donde está la Tabla Periódica”. Algo semejante ocurre con El Príncipe de Maquiavelo, pero en este caso con la ventaja de que se tarda poco en leerlo.
En sus primeras líneas, dedicadas a la Dedicatoria del libro, hace la consideración de que al Príncipe, para agradarle, “le son regalados caballos, armas, telas de oro, piedras preciosas y parecidos adornos dignos de su grandeza”. Dado que “no he encontrado entre lo poco que poseo nada que me sea más caro o que tanto estime como el conocimiento de las acciones de los hombres, adquirido gracias a una larga experiencia de las cosas modernas y a un incesante estudio de las antiguas”que “he encerrado en un corto volumen, que os dirijo”.
“No he adornado ni hinchado esta obra, El Príncipe, con cláusulas interminables, ni con palabras ampulosas y magníficas”, … “No quiero que se mire como presunción el que un hombre de humilde cuna se atreva a examinar y criticar el gobierno de los príncipes”.
“Así como aquellos que dibujan un paisaje se colocan en el llano para apreciar mejor los montes y los lugares altos, y para apreciar mejor el llano escalan los montes, así para conocer bien la naturaleza de los pueblos hay que ser príncipe, y para conocer la de los príncipes hay que pertenecer al pueblo”.
“Acoja, pues, Vuestra Magnificencia este modesto obsequio con el mismo ánimo con que yo lo hago; si lo lee y medita con atención, descubrirá en él un vivísimo deseo mío: el de que Vuestra Magnificencia llegue a la grandeza que el destino y sus virtudes le auguran. Y si Vuestra Magnificencia, desde la cúspide de su altura, vuelve alguna vez la vista hacia este llano, comprenderá cuán inmerecidamente soporto una grande y constante malignidad de la suerte”.
En el Capítulo V de El Príncipe, que versa sobre el modo en que hay que gobernar las ciudades o principados que, antes de ser ocupados, se regían por sus propias leyes, explica Maquiavelo que hay tres modos de conservar un Estado que, antes de ser adquirido, estaba acostumbrado a regirse por sus propias leyes y a vivir en libertad: primero, destruirlo; después, radicarse en él; por último, dejarlo regir por sus leyes, obligarlo a pagar un tributo y establecer un gobierno compuesto por un corto número de personas, para que se encargue de velar por la conquista. Como ese gobierno sabe que nada puede sin la amistad y poder del príncipe, no ha de reparar en medios para conservarle el Estado. Porque nada hay mejor para conservar -si se la quiere conservar- una ciudad acostumbrada a vivir libre que hacerla gobernar por sus mismos ciudadanos.
Vistas las consideraciones de Maquiavelo sobre la figura del Príncipe y entrando de lleno en el psudopríncipe que rige el gobierno español desde el 2 de junio de 2018, soslayados los hechos del anecdotario de las cajas de votos entre bambalinas, hechos que ya nadie parece recordar, pero que adornan de un halo maquiavélico del peor de los estilos que la historia y la leyenda atribuyen a Maquiavelo, nos hemos encontrado en estos años inmersos en un quehacer de gobierno por parte de su presidente, miembros, apoyos y, en general, un conjunto de “mandamases e influyentes” heterogéneo, variado y variopinto, inconexo, disperso, ignorantes los unos y haciédose parar por tales los otros, envueltos, prácticamente todos, en causas prejudiciales unas y judiciales otras, en “peleas de patios de vecinos mal avenidos” que se asemejan a las antiguas corralas, pero sin la gracia de las ironías que se cruzaban las vecinas de lateral a lateral del patio y sin el gracejo que ese lenguaje tenía, ni esa ironía ni ese sarcasmo que tan ricamente se utilizaba por el pueblo, y tan indigno para la clase dirigente, que en tan mal lugar los deja en cuestiones tales como la educación o los temas de dinero, referente a los cuales se puede decir aquella frase antigua referente a que “en cuestiones de dinero y honradez, la mitad de la mitad”. Para finalizar, una consideración personal. Ni estas actuaciones las aconsejó, ni las mencionó y ni las recomendó nunca Maquiavelo ni a él se le habría ocurrido nunca ni hacer ni recomendar al príncipe esconder entre bambalinas un canasto de falsas cartas de apoyo.
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