Javier Soriano Trujillo

NO al olvido democrático

La tribuna

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NO al olvido democrático

27 de julio 2024 - 03:09

El historiador y sociólogo Santos Juliá publicó en 2006 un artículo en el diario El País titulado “Memorias en lugar de memoria”, en el que afirmaba que “nunca podrá haber una memoria histórica, a no ser que se imponga desde el poder. Y por eso es absurda y contradictoria la idea misma de una Ley de memoria histórica, porque imponer una memoria colectiva o histórica es propio de regímenes autoritarios o de utopías totalitarias”.

Pues en esas estamos, en reescribir la historia desde un punto de vista ideológico. Ya tuvimos una dictadura que impuso un relato de la historia de nuestra Nación, y ahora, aquellos que dicen que lucharon contra un dictador que murió en la cama, nos imponen oficialmente el relato contrario. Presiento que el objetivo pretendido no es ni más ni menos que lo que escribiera en 1949 George Orwell en su obra “1984”: “Quien controla el presente controla el pasado, y quien controla el pasado controlará el futuro”, en lo que llamaba “control de la realidad”.

Y de esta manera de proceder ya nadie sabe de hechos como, por ejemplo, el enfrentamiento entre la legalidad republicana de la preguerra y la Revolución del 36 dentro de la misma República, en un choque constante desde el inicio de la guerra civil, ahora llamada “guerra española” por eso de internacionalizarla y vincularla a la situación europea, los nacionales a los nazis y fascistas, los republicanos a las democracias occidentales, dejando en el limbo a los social-comunistas y anarquistas, que parecen que no existieron. Todo se simplifica dictaminando por Ley que el denominado bando nacional fue el único culpable de la guerra civil, imponiendo sanciones para infracciones consideradas muy graves como las convocatorias de actos, campañas o publicidad que inciten a la exaltación de la sublevación militar, la guerra o la Dictadura y de sus dirigentes.

Así, mientras la “memoria democrática” nos impone un relato de nuestra historia contemporánea, otras leyes nos imponen el “olvido democrático” de la historia de ETA, una banda de asesinos que intentaron acabar con nuestro Estado de Derecho, puesto que los años más duros en los que actuó fueron con gobiernos democráticos. Nunca fue un conflicto, no hubo dos bandos, era el Estado de Derecho ante unos asesinos. Este “olvido democrático” impone la supresión de las sanciones a quienes exaltan a los asesinos y cómplices etarras, autorizándose homenajes en aras de la socorrida “libertad de expresión” y de una supuesta “normalidad social”, en una absoluta deslealtad hacia sus víctimas. No podemos olvidar que ETA asesinó a ciudadanos (políticos, policías, guardias civiles, militares, empresarios, obreros,…) por su condición de españoles, independientemente de su adscripción política o condición social.

Pero no sólo asesinatos y secuestros, también forzaron al exilio a unos 180.000 españoles vascos entre 1977 y 2022. A esa merma de exiliados, en torno al 9% de la población vasca de 1977, hay que sumarle una pérdida demográfica adicional de varias decenas de miles de habitantes más, que son los hijos e incluso los nietos que habrían tenido en el País Vasco muchos de los que se fueron. La impunidad de los asesinatos de ETA, amparada por el silencio en la calle, ha sido la causa principal de este exilio, y votos al fin y al cabo.

El “olvido democrático” también impone la parálisis judicial sobre los 379 casos de asesinatos todavía sin resolver, y que ha dado lugar a la intervención de la Comisión de Peticiones del Parlamento Europeo, sugiriendo a nuestras instituciones competentes que agoten las posibilidades interpretativas del Derecho penal, incluido el posible reconocimiento de los crímenes terroristas de ETA como crímenes contra la humanidad, para no estar sujetos a prescripción ni amnistía. Uno de estos asesinatos sin resolver es el de mi compañero de promoción el Teniente de la Guardia Civil Ignacio Mateu Istúriz, que destinado en la Unidad de Logroño de los Grupos Antiterroristas Rurales, en la mañana del 26 de julio de 1986 caía asesinado mediante bomba-trampa en las proximidades del Cuartel de la localidad guipuzcoana de Arechavaleta; junto a él caía también uno de sus Guardias Civiles, D. Adrian Gonzalez Revilla. Ocho años antes, su padre, el magistrado del Tribunal Supremo D. José Francisco Mateu Cánoves, había sido asesinado en Madrid.

La imposición de una nueva “realidad” pasa por el control de la memoria y el olvido de los caídos en defensa de nuestro Estado de Derecho.

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