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En la historia de España, los episodios de resistencia, orgullo patrio y desafío a potencias extranjeras son numerosos, pero pocos tan peculiares como la “guerra” que el pequeño municipio de Líjar, en la provincia de Almería, sostuvo durante cien años con toda una potencia europea: Francia. Este singular enfrentamiento, declarado en 1883 y concluido pacíficamente un siglo más tarde, no derramó ni una gota de sangre, pero dejó una profunda huella en la memoria histórica del pueblo. Para entender cómo un modesto municipio andaluz llegó a declarar la guerra a Francia, es necesario retroceder en el tiempo, a un periodo marcado por las tensiones internacionales y el orgullo herido.
La historia comienza con una anécdota aparentemente intrascendente: una visita oficial del rey Alfonso XII a París en septiembre de 1883. El monarca español había emprendido un viaje diplomático por varias naciones europeas, incluyendo Alemania, donde asistió a desfiles militares con el uniforme de coronel honorario del 15º Regimiento de Hulanos, una distinción otorgada por el káiser Guillermo I. Sin embargo, este gesto fue percibido como una ofensa por parte de Francia, todavía resentida por su derrota ante Prusia en la Guerra Franco-Prusiana de 1870-71. Estrasburgo, la ciudad alsaciana donde estaba acuartelado el regimiento, era uno de los símbolos más dolorosos de esa humillante derrota, al haber sido anexionada por Alemania.
Alfonso XII no cedió ante las advertencias de posibles tensiones diplomáticas y decidió continuar su visita a París. El 29 de septiembre de 1883, fue recibido en la capital francesa con abucheos y gritos hostiles como “Muera el Hulano” y “Viva la República”. Pese a la tensión, el monarca español mantuvo su compostura y, tras una breve reunión con el presidente francés Jules Grévy, el incidente parecía haber quedado zanjado. Pero la historia no acabaría ahí.
Lejos de París, en las montañas de la Sierra de los Filabres, el pequeño pueblo de Líjar, que por entonces contaba con apenas 300 habitantes, decidió que la afrenta sufrida por su rey no podía quedar impune. Fue el alcalde de la localidad, Don Miguel García Sáez, quien tomó la iniciativa. Con una mezcla de patriotismo y sentido del honor, convocó una sesión extraordinaria del Ayuntamiento el 14 de octubre de 1883. En su discurso, el alcalde expuso la gravedad del insulto que Alfonso XII había sufrido a manos del pueblo francés y, en un acto de audacia sin precedentes, propuso declarar la guerra a toda Francia.
La propuesta fue aprobada unánimemente por el pleno del Ayuntamiento, y así se redactó un comunicado dirigido directamente al presidente de la República Francesa. En él, se hacía eco de la bravura del pueblo de Líjar, recordando un episodio histórico durante la Guerra de la Independencia (1808-1814), cuando una “mujer vieja y achacosa, pero hija de España” había degollado, por sí sola, a treinta soldados franceses que se refugiaron en su casa. Este relato sirvió como símbolo del espíritu indomable de los habitantes de Líjar, quienes, según el acta oficial, estaban dispuestos a enfrentarse a diez mil franceses por cada hombre útil del pueblo.
La declaración de guerra de Líjar es un documento que mezcla la épica histórica con el orgullo local. En ella, se mencionan grandes hitos militares de la historia de España, como las victorias de Sagunto, Bailén y Lepanto, así como figuras legendarias como Carlos I y Felipe II. Se recuerda cómo Carlos I logró capturar al rey francés Francisco I y lo mantuvo prisionero en España, un acto que, según el acta, demostraba la superioridad moral y militar de España frente a su eterno rival galo. El lenguaje florido del documento también destaca la “vergüenza y valor” del pueblo de Líjar para “hacer desaparecer del mapa de los Continentes a la Cobarde Nación Francesa”. Es evidente que la declaración, aunque llena de bravata, tenía un carácter más simbólico que real. Líjar, un pequeño pueblo agrícola, nunca tuvo la intención de embarcarse en una guerra armada contra Francia. Pero el gesto fue un reflejo del profundo orgullo y sentido del honor que caracterizaba a muchas comunidades rurales españolas, para quienes la lealtad al monarca y la defensa del honor nacional eran cuestiones de gran importancia.
Curiosamente, la guerra entre Líjar y Francia se prolongó durante cien años, aunque, por supuesto, no hubo enfrentamientos ni hostilidades reales. El conflicto se mantuvo en el ámbito de lo simbólico, y con el tiempo se convirtió en una anécdota histórica que el propio pueblo abrazó con orgullo. A lo largo de las décadas, el episodio fue recordado en diversas ocasiones, y el bando de guerra se convirtió en una especie de emblema local.
Sin embargo, no fue hasta 1983, justo un siglo después de la declaración de guerra, cuando la paz finalmente fue firmada. El 30 de octubre de ese año, en una ceremonia solemne, el alcalde de Líjar, Diego Sánchez Cortés, logró reunir a varias autoridades locales y nacionales, entre ellas el cónsul francés en Málaga, Charles Santi, y el vicecónsul de Francia en Almería, René Bizet. Tras una misa en la iglesia local, se firmó el tratado de paz, poniendo fin oficialmente a la guerra.
La guerra de Líjar con Francia es, sin duda, un episodio pintoresco en la historia de España. A primera vista, puede parecer un simple acto de fanfarronería o un despropósito sin mayor trascendencia. Sin embargo, este singular suceso revela algo más profundo: la capacidad de una pequeña comunidad para defender su dignidad y su honor frente a una potencia extranjera. En una época en la que las naciones estaban definidas no solo por su poder militar, sino también por el prestigio y el respeto que inspiraban, el acto de Líjar fue un recordatorio de que incluso los más pequeños pueden alzar la voz cuando su orgullo está en juego.
Además, la historia de Líjar se inscribe en una tradición más amplia de pueblos españoles que, en momentos de crisis o humillación, han respondido con gestos simbólicos de resistencia. Así como Huéscar, en Granada, mantuvo oficialmente el estado de guerra con Dinamarca durante 172 años (desde la Guerra de la Independencia hasta 1981), y Móstoles, en Madrid, se declaró en guerra contra Francia en 1808, Líjar encarna ese mismo espíritu de desafío y orgullo.
Este curioso conflicto entre un pequeño pueblo andaluz y una de las mayores potencias de Europa nos recuerda que la historia no siempre está hecha de grandes batallas o de decisiones políticas trascendentales. A veces, son los gestos simbólicos y las historias locales las que mejor reflejan el carácter de una nación. Líjar, con su “guerra” de cien años, es un testimonio del sentido del honor de los pueblos pequeños frente a los desafíos de la historia.
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