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Los comentarios recibidos por diversas vías tras la publicación de Un novato en el Imserso, son variopintos. Veamos unos ejemplos. A) Sobra seriedad y falta cachondeo. B) Que soy un quejicoso y que ellos lo pasan siempre muy bien. C) Falta algo sobre los carcamales que tienen el ‘punto flojo’ y van soltando pedorretas por doquier. D) En Matalascañas se aburrieron, pero en Benidorm lo pasaron muy bien y repitieron. E) Un pesado dijo que releyera los folios del cachondo Fulano y contara anécdotas guarrindongas.
Llamó mi atención el comentario de la jubilada X (que ahora mueve con dificultad lo que queda del tipazo que antaño lucía), pues le chocaba que yo calificara ‘muy mal’ el trozo de huesos y carne servido en la cena de despedida: “Si aquel primo de Ignacio Flores que coincidió contigo en época universitaria decía que eras un ‘come piedras’ y dejabas siempre los platos limpios, no entiendo eso de muy mal”. Porque los viejos, querida X, tenemos la dentadura desgastada y tras maniobrar con cuchillo y tenedor conseguí desprender una sola lasquilla que me abstuve de ingerir. Los compañeros de mesa también pelearon en vano con sus respectivos trozos. Aquello era impropio para humanos y parecía más adecuado para individuos del género Crocuta (las hienas).
Ahora resumiré algunas batallitas sobre viajes del Imserso en la época de las pesetas. Empezaré con El Morcillero (EM), un viejo algo tacaño que apareció por esos hoteles de Roquetas que suelen hospedar a legiones de jubilados. En los bares casi siempre pedía tapas de morcilla. Para el regreso a tierras aragonesas encargó tres kilos con objeto de obsequiar a familiares y vecinos. Guardó aquello un par de días envuelto en papel de estraza y bolsas de plástico. Tras repartir el regalito recibió algunas quejas sobre el olorcillo que desprendía, pero él tranquilizó al personal diciendo que era debido a las especias que se utilizaban en Almería, recomendando su consumo a la plancha, en revueltos o en guisos. El caso es que los más tragones de aquel desventurado edificio manifestaron durante días diversa sintomatología, sobre todo pedorretas, cagaleras y zambombazos en sus dos variantes, ‘L’ y ‘P’ (según que la ropa interior quede limpia o decorada con palominos). El tiempo fue pasando y EM falleció. Se cuenta que al día siguiente del entierro, uno de los vecinos más castigados por la churria morcillera anduvo por el cementerio y dejó un regalito camuflado entre los ramos de flores que adornaban el nicho.
‘Pipe’ El Amoroso aprovechaba el viaje del Imserso para venir a la capital algunas tardes, mientras su señora ganduleaba con otras jugando a las cartas, al bingo o al parchís en los salones del hotel roquetero. El servicio militar lo separó a gran distancia de su primera novia y el mozo se arrimó a otra, que quedó embarazada y se casaron. Las pocas veces que vino por Almería intentó contactar con su primer amor, pero ella se mantuvo distante y lo evitó. ‘Pipe’ lo intentaría una vez más en su postrer viaje con el Imserso. A través de una amiga de juventud propuso una cita a su antigua novia, que aún permanecía soltera. El día señalado estuvo esperando largo tiempo, pero ella no se presentó. Entristecido, regresó al hotel. Meses más tarde hizo su último viaje, esta vez al otro barrio. La novia abandonada falleció un año después y se cuenta que la amiga ocultó en la mortaja una foto de quien fue su único amor.
Pili y Mili son los nombres ficticios de dos viejas muy bromistas. En los viajes del Imserso llevaban un pequeño magnetofón y una cinta grabada con ruidos eróticos. A menudo se dedicaban a mosquear a otras damas diciendo que en tal planta del hotel oyeron ruidos extraños y los grabaron. Y que luego les pareció ver por allí al marido de tal o cual señora. Casi siempre picaba alguna incauta. Cierta noche, en la cama, cuando el varón le echó el brazo por encima a su señora, ella lo apartó de mala manera: “Déjame tranquila, cabronazo”. Él quedó extrañado y supuso que la parienta estaría cabreada porque el bingo se le habría dado muy mal esa tarde (a 25 pesetas cada cartón). A la mañana siguiente contó el percance a los maridos de las bromistas y ambos se descojonaron. Exigió que sus esposas se disculparan ante su señora y le dijeran que aquello fue una broma. Hecho lo cual, la incauta les dijo: “Sois unas jodidas pelanduscas”. Y luego se abrazaron las tres. Esa noche el marido en cuestión pudo maniobrar sin cortapisa, según contó al día siguiente a un amigo lenguaraz.
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