Ángel López Moya

Las epidemias en el siglo XIX

La tribuna

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Las epidemias en el siglo XIX

23 de octubre 2024 - 03:07

Creíamos que la pandemia del Covid19 ya había pasado a la Historia y realmente así ha sido, pues aunque este verano ha vuelto con fuerza, los virus, por el efecto de las vacunas, apenas tienen fuerza para mantenerse en pie. La mayoría de mis conocidos y yo mismo lo hemos pasado durante los meses de junio y julio y muchos de nosotros nos hemos enterado al hacernos el test. Es bueno y prudente no bajar la guardia, pero aquel terrible azote de 2020 y 2021 sin duda ya es Historia. Esta pandemia sirvió para ver nuestra fragilidad ante un virus chino malvado y para unirnos un poco los vecinos de una comunidad, mientras cantábamos el “Resistiré” del Dúo Dinámico. A otros les sirvió la pandemia para enriquecerse con la venta de mascarillas, unos cobrando comisiones desproporcionadas y otros almacenando millones de mascarillas que nunca han visto la luz. A los del pelotazo hoy los vemos con buen color, disfrutando de sus beneficios y atentos a la próxima oportunidad.

Los de mi generación durante una serie de veranos, sobre todo en la década de los 40, vivimos, es un decir, unas terribles epidemias de tifus durante las cuales en un mes podrían morir 20 ó 30 personas en pueblos como el mío con una población de unos mil habitantes. El tifus exantemático fue conocido también como tabardillo o modorra y lo transmitían principalmente los piojos humanos. Yo padecí también estas fiebres tifoideas en 1946 y milagrosamente sobreviví, pero muchos de mis paisanos, por falta de alimentos y de información, no pudieron superarlo. Los primeros fármacos empezaron a llegar procedentes de Tánger y Gibraltar por aquellos años, pero su precio no estaba al alcance de todas las familias. El toque a muerto de las campanas se convirtió en una música de fondo tétrica y fantasmal. Recuerdo que en una misma tarde con un intervalo de solo unas horas, en una casa que había junto a la plaza murieron dos hermanas.

Yo fui un afortunado porque sobreviví a aquella epidemia del 46 a base de flanes y caldo de gallina. Decían mis padres que acabé con todas las gallinas del corral. El médico del pueblo, una excelente persona, que visitaba los enfermos dos veces al día (debió licenciarse en medicina sobre 1920) durante su visita me tomaba el pulso, me ponía el termómetro y recomendaba a mis padres que me tapasen bien con una manta cuando tuviese fiebre y el agua ni probarla. Mi madre con un trapo húmedo me mojaba los labios llenos de llagas por la fiebre; era la praxis en aquellos años.

Mi abuela paterna, que había nacido en 1872, me contaba historias reales vividas por ella a finales del siglo XIX. Me decía que en una de estas epidemias de fiebres tifoideas tan abundantes en aquel siglo, un vecino del pueblo que llevaba varios días con fiebres muy altas y tapado hasta el cuello, yacía en su lecho sin probar el agua y empapado de sudor, mientras su cuerpo poco a poco se iba deshidratando. Una noche tropical de las del mes de agosto, no pudiendo aguantar más la sed, de madrugada después de comprobar que todos los de la casa dormían, se levantó sigilosamente y se fue a la cocina. Mi abuela decía que se bebió un cántaro de agua entero y que gracias a eso fue uno de los pocos que se salvó de una muerte segura durante aquel verano. A partir de mediados del siglo XIX y hasta mitad del siglo XX, al menos en nuestra provincia, padecimos todo tipo de epidemias sin duda producidas por la falta de higiene, escasa alimentación y viviendas poco salubres. Desde muy antiguo hombres y mujeres utilizaron perfumes y esencias, también ropa limpia, pero el gran olvido fue la limpieza del cuerpo. Cito solo algunas de las enfermedades que causaron más estragos durante este periodo. La difteria, conocida popularmente como garrotillo, tuvo los picos más altos en el último cuarto del siglo XIX. En 1895 se empezó a utilizar por primera vez el suero antidiftérico. Muchas fueron también las oleadas de cólera que se produjeron en el siglo XIX siendo las más importantes las de 1834, 1855, 1860 y 1885. Concretamente en la de 1834 en Adra murieron 500 personas, en Dalías 600 y en Berja 678. Otras de las epidemias veraniegas fueron las calenturas tercianas, llamadas así porque se repetían cada tres días. En Filipinas murieron más soldados por las enfermedades que por los enfrentamientos con el enemigo.

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