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Negar la evidencia es una forma de llegar a la debacle personal e inducir la colectiva. Si se niega la realidad y se afirma la fantasía es posible que, en lugar de disfrutar de un sueño, se termine por sufrir una pesadilla. La realidad siempre se impone, por más que se quiera ocultar la verdad.
La salida de Don Juan Carlos hacia tierras extrañas tiene mucho de mal sueño para quienes disfrutamos de su reinado durante toda una vida profesional. Al fin y al cabo, recibí el despacho de oficial en mismo año en que el Rey Emérito asumió la Jefatura del Estado y pasé al retiro pocos meses antes de que abdicara a favor de Don Felipe VI (q.D.g.). Les aseguro que, con cuarenta años en la milicia, se entiende y valora muy bien lo que significa servir, porque en las Fuerzas Armadas se habla de prestar servicio y se honra con hechos, en lugar de hinchar el ego personal. Y Don Juan Carlos se educó en la milicia antes de servir como Rey.
Durante años observé el silencio de quienes vivieron la Guerra Civil de primera mano, los que vencieron militarmente y después lo hicieron socialmente al aceptar que los adversarios en aquella confrontación se incorporasen a la vida pública. Se lo dice el hijo de un ministro de S.M. el Rey Don Juan Carlos, el almirante que, a expensas de su prestigio personal, aceptó la demanda del Presidente Adolfo Suarez para asumir, en 1977, la cartera de Marina tras la crisis de la legalización del Partido Comunista de España. Una situación que ponía en riego la celebración de las primeras elecciones libres, donde estarían presentes todas las tendencias políticas. Unos comicios que fueron parte de la primera victoria de la Monarquía española: la Transición; el mayor ejercicio de generosidad que los españoles se concedieron a sí mismos, liderado por un Rey que, tan generoso como el que más, entregó sus poderes al pueblo español al aprobar la Constitución de 1978.
Durante cuatro décadas, se superaron los golpes al Estado de una entrada tumultuosa en el Congreso de los Diputados, asesinatos al más puro estilo estalinista de terroristas, y ataques directos e indirectos, desde dentro y desde fuera, a la unidad de la nación española. Y en todas las ocasiones, sin salirse de la Constitución que le convirtió en monarca de una democracia parlamentaria, Don Juan Carlos supo decirle un 23 de febrero a militares equivocados donde estaba el verdadero servicio a España, proclamar ante díscolos independentistas en un parlamento foral lo mucho que vale la palabra y lo que poco sirven los gritos, y escuchar con paciencia en su propia casa las sinrazones de quienes querían desahuciarlo. Una prolongada segunda victoria en forma de buen servicio a los españoles.
Frente a tanta generosidad, en estos años apareció el odio y el resentimiento sin fundamento de quienes, tras vivir en las bondades de la monarquía parlamentaria, sin sufrir las amargas consecuencias de una guerra civil, esas que los militares vemos cada vez que se nos destaca por ahí en el Líbano, Yugoeslavia, Iraq, Mali o el Indico, vociferan en contra de un sistema político que se cerró en 1975, fantasean con una dictadura que fracasó en 1989, porque los propios pueblos del Este la empujaron hasta desplomar el Muro de Berlín, y se empeñan en imponer otra, da igual el adjetivo que se le ponga detrás, con el consentimiento de algunos y el silencio de otros.
Será porque España es diferente, aquí la historia la escriben los perdedores en lugar de los vencedores. Hay que esperar que, desde fuera, la cuenten con mesura. Sin retrotraerse al dañino poso que la literatura, cinematografía y propaganda partidistas sobre la Guerra Civil y el Régimen del General Franco deja en el subconsciente colectivo, está claro que se quiere negar la evidencia de la bondad de la monarquía parlamentaria que Don Juan Carlos I impulsó. Me pregunto si esta obsesión será porque la evidencia de los hechos desmonta cada día la fantasía del relato político que se trata de imponer.
Si, más allá de la orientación política que tuviera, los militares solemos mantener el tratamiento al presidente, ministro o subsecretario a quién fue nuestro dirigente político, por compromiso ético, más allá que por cortesía o amistad, cuanto más le debo a Don Juan Carlos estas líneas porque juré nunca abandonar a mis jefes y él fue, además de porque lo dice la Constitución así lo siento, mi Comandante Supremo en las Fuerzas Armadas.
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