Manuel Peñalver

Inés Arrimadas y Quimf Torra

La tribuna

Esta andaluza, de sonrisa veneciana, una Gioconda del siglo XXI, ha desafiado a su propio destino para llegar a ser una de las grandes mujeres de la historia de España

Inés Arrimadas y Quimf Torra
Inés Arrimadas y Quimf Torra

15 de diciembre 2018 - 02:31

Inés Arrimadas es esa musa petrarquista y garcilasiana, becqueriana y benedettiana, la cual pudieran haber pintado Velázquez o Murillo, Boticcelli o Caravaggio, Edgar Degas o Édouard Manet, Tiziano o Rubens. Sin embargo, la jerezana, a quien el Atlántico convirtió en diosa en la playa gaditana de la Caleta, allí donde La Habana es Cádiz, con más negritos, y Cádiz, La Habana, con más salero, en la letra de Antonio Burgos y la voz de Carlos Cano, es antes una heroína, entre la literatura y el cine. Aunque también sea pintura y escultura, belleza y armonía en la meditación naranja del zen. Inés Arrimadas es, de este modo, Elizabeth Bennet de Orgullo y prejuicio, de Jane Austen; Jane Eyre, de Charlotte Brönte; Hester Prynne, de La letra escarlata, de Nathaniel Hawthorne, Josephine March, de Mujercitas, de Louisa May Alcott, Lucye Pevensie, de Las crónicas de Narnia, de C. S. Lewis o Lucía, de la Maga, de Rayuela, de Julio Cortázar.

Esta andaluza, guapa y dulce, de sonrisa veneciana, una Gioconda del siglo XXI, ha desafiado a su propio destino para llegar a ser una de las grandes mujeres de la historia de España. Su presencia en el parlamento de Cataluña es la voz a ti debida, que pone métrica de Pedro Salinas a las sílabas y fonemas de la palabra libertad; hasta esculpirla con letras cervantinas de la dieciochesca imprenta de Ibarra, como una nueva Dulcinea, que Alonso Quijano busca en el puerto de Barcelona. Las Ramblas, arriba, cante por bulería, el flamenco de Camarón, la guitarra de Paco de Lucía y el gitano Antón de Peret; entre una copa de manzanilla y unos langostinos de Sanlúcar. Doñana y el Guadalquivir, orilla, orilla. La dialéctica de Arrimadas (¡tome nota, señor Sánchez!) es la única que pone a Quim Torra al borde de su propio abismo y le hace comprender, al fin, que Cataluña no es un cortijo, sino una parte de España, la cual su proyecto esperpéntico y maquiavélico quiere convertir en una odisea infinita del despropósito. Una huida hacia adelante que la política ibuprofeno (¡Borrel dixit!) del Gobierno no ha podido parar ni en el quinto sueño de don Quijote, camino de su retorno, entre la sanchificación y la quijotización. Ni Rajoy, ni madame Ambiciones, o sea, Soraya Sáenz de Santamaría, antes. Ni Sánchez, ni Carmen Calvo, ahora.

Larra y Camba, Ruano y Umbral se preguntarían por qué y escribirían un artículo sobre la nariz de Torra. Pero nadie mejor que la reina de Ciudadanos para recitarle al ínclito señor el soneto quevediano como una rapsoda, recorriendo la ciudad desde las Ramblas al Camp nou. «Érase un hombre a una nariz pegado /érase una nariz superlativa, érase una alquitara medio viva, //érase un peje espada mal barbado. / Era un reloj de sol mal encarado, / érase un elefante boca arriba, / érase una nariz sayón y escriba, / un Ovidio Nasón mal narigado. / Érase el espolón de una galera, / érase una pirámide de Egipto, / las doce tribus de narices era. Érase un naricísimo infinito, / frisón archinariz, caratulera, / sabañón garrafal, morado y frito /.». La nariz de Torra, con la voz hecha soneto de la ninfa gaditana, puede llegar a ser métrica y rima, sílaba y sintagma, memoria y recuerdo, altivez y orgullo, antología y sublimidad, hipérbaton y sintaxis, aliteración y onomatopeya, quiasmo y sinestesia, hipérbole y metonimia, metáfora y prosopopeya, encabalgamiento y sinécdoque, polisíndeton y asíndeton. Pero, muy a su pesar, el señor Quim Torra debe saber que, por literaria, quevediana y gongorina que sea su nariz, nunca será la seña de identidad de Cataluña, entre el vino y el cava, entre un gol de Leo Messi y una internada por la banda de Dambelé. Es posible que de seguir don Quim I el Empecinado en el laberinto de su desatino, la señora Arrimadas se niegue a cantar a los cuatro vientos la excelencia de nariz tan cimera y prominente y el president se quede como el gallo de Morón; sin plumas y cacareando en la mejor ocasión. «Tomó Diógenes un gallo, quitole las plumas y lo echó en la escuela de Platón».

Inés Arrimadas, no obstante, debe seguir leyendo poesía hasta que encuentre otro soneto digno de las napias de don Quim. Seguro que lo hallará entre sinalefas y sinéresis, entre cuartetos y tercetos, entre rimas y leyendas. La diosa gaditana tiene mucho talento y sabiduría, constancia y perseverancia y descubrirá el poema, que sorprenda al muy honorable señor. A lo mejor, escribiéndolo ella misma entre pergaminos y manuscritos, entre endecasílabos y polisemias. Pues la nariz nariguda de don Quim es verso y estrofa. Dorso y reverso. Quevedo y Góngora. Con la melodía de doña Inés. Un fandango de Huelva. Una copa de Jerez. Y jamón de Serón.

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