Esteban Fernández-Hinojosa

Dilemas de la medicalización

La tribuna

Dilemas de la medicalización
Dilemas de la medicalización

10 de junio 2024 - 00:45

Hoy en día es común que cualquier problema personal acabe convertido en diagnóstico médico. Si un niño no logra concentrarse en sus estudios, puede decirse que padece “trastorno por déficit de atención”. Si alguien está descontento con su timidez, se le puede diagnosticar de “trastorno de ansiedad social”. Hay también un diagnóstico llamado “trastorno de interés sexual femenino” para mujeres que se sienten mal por su escaso interés sexual. Hasta las personas sin hogar cuentan con un código diagnóstico. Nos hemos acostumbrado a que todo sea patológico todo el tiempo. Esta tendencia a convertir las experiencias humanas negativas en problemas médicos tiene raíces culturales a las que se añade la honda preocupación que nuestra época exhibe por la salud. Experiencias negativas como el abuso, el trauma o la adicción amplían día a día su semántica para incluir nuevos significados. Por ejemplo, la palabra “trauma” puede ahora admitir tanto experiencias potencialmente mortales como adversidades cotidianas más banales. En el ámbito de los servicios sociales, se ha impuesto el discurso de la víctima. Además de categorías antiguas, como violación o paliza, ahora se añaden otras, tales como codependencia, abuso emocional o conductas adictivas; y aun nuevas formas de opresión, como la gordofobia y la transfobia. Estas tendencias “invitan a la enfermedad” y prescriben modos de sentir y expresarse en los que se reconocen más grupos identitarios de víctimas susceptibles de ser cobijados bajo el paraguas de la diversidad, y a administrar formas de protección diversas, ya sea la medicalización, los programas de gestión emocional, etcétera. En cambio, rara vez se prodigan definiciones más rigurosas de “daño”, o aspectos más positivos de la experiencia humana, como la educación de los sentimientos, la ayuda mutua o la libertad en la interdependencia. Uno de los escollos de la medicalización es que aísla los problemas personales de su contexto social, y exime de la responsabilidad de buscar soluciones. Por ejemplo, cuando se medicaliza el afán destructivo por el juego, los factores socioculturales que habitualmente lo originan, y que podrían ayudar a mejorar, son remplazados por una suerte de trastorno crónico. Cuando se medicaliza la falta de interés sexual, se establece un nivel mínimo de deseo, de manera que cualquier desviación cae en el terreno de lo patológico, y se hace pasar por “natural” lo que no es más que valoración cultural. Reforzar así los estereotipos empobrece tanto la diversidad como la singularidad humana. Quizá el problema más insidioso del proceso de medicalización sea que, al convertir la dolencia en la clave de bóveda de la vida corriente, estrague la relación del medicalizado consigo mismo y con los demás.

La medicalización reduce las peculiaridades humanas a meras manifestaciones de procesos biológicos. Una suerte de materialismo que, como dice Hannah Arendt en La condición humana, “reduce al hombre, en todas sus actividades, al nivel de un animal de conducta condicionada”. Por otro lado, se remplaza la conciencia individual por categorías estadísticas de promedios, de relaciones causa-efecto… que no estiman ni sopesan nuestros significados ni el libre albedrío. Aunque resulte falaz explicar procesos de orden superior, como pensamientos o sentimientos, mediante mecanismos biológicos, la perspectiva goza de una extensa –por no decir universal– aceptación. Asimismo está extendida la creencia de que un diagnóstico médico confirma un sufrimiento como algo “real” e independiente de la experiencia personal, si bien estas antropologías no reflejan el mundo que sentimos.

La medicalización ofrece un cierto alivio a cambio de una dependencia implacable y de una visión del mundo saturada de esquemas negativos. Podría tener sus indicaciones toda vez que no ignore el contexto de los problemas, ni convierta al sujeto que participa de la prosa del mundo en víctima pasiva de sus propias dificultades existenciales. Necesitamos desmedicalizarnos, dar cabida al lenguaje cotidiano, a una comprensión de lo humano que respete sus cualidades intrínsecas y dé curso a la experiencia personal tal y como es, de amor, humillación, soledad, gratitud... Somos vulnerables, sí, y, al mismo tiempo, agentes cuyos sueños, oraciones y esperanzas dejan su impronta en la realidad. De ahí la necesidad de cuestionar los modelos que reducen nuestra subjetividad a estados cerebrales, y desafiar la perspectiva de la tercera persona del lenguaje medicalizado (que entiende el sufrimiento desde el punto de vista de otro), para habilitar las posibilidades lingüísticas de la primera persona del singular, la única que puede purgar ficciones vitales e intuir y formular metáforas sobre quiénes somos en realidad.

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