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La presunción de inocencia es la base del sistema jurídico de cualquier democracia. No hay que ser un reputado especialista en Derecho para entender que su conculcación o cuestionamiento, supone, en la práctica, la negación del propio sistema. Desde esta perspectiva, hay que entender que las palabras pronunciadas el pasado fin de semana por la vicepresidenta del Gobierno María Jesús Montero, en un acto de su partido, constituyen un desliz grave, pero que no representa ni su pensamiento ni el del Gobierno del que forma parte. La propia interesada vino a reconocerlo en la rectificación pública que hizo el pasado martes, por lo que el incidente y la bronca política que provocó no deben pasar de ahí. Montero hizo sus desafortunadas declaraciones al hilo de la polémica suscitada por la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña que absolvía al futbolista Dani Alves de una acusación de violación por la que había sido condenado en primera instancia por la Audiencia de Barcelona a cuatro años y medio de prisión. No es la primera vez que una resolución judicial dictada en el ámbito de la violencia sexual contra las mujeres suscita una fuerte controversia social. La sentencia de la Audiencia de Navarra que en 2018 condenó a los miembros de la Manada, más tarde rectificada por el Supremo, provocó una ola de protestas por considerarse por amplios colectivos sociales, no solo feminista, que las penas eran demasiado leves. Los tribunales tienen la obligación de hacer una interpretación rigurosa de la ley que garantice su aplicación y la salvaguarda de los derechos de todas las partes implicadas en el proceso, incluidos los acusados, y no pueden dejarse influir por el clima social que se respire al respecto. Es lo que ha pasado en el caso de Dani Alves por rechazable que pueda parecer su comportamiento y por poco que haya gustado a la vicepresidenta Montero, que tenía derecho a mostrar su discrepancia, pero que se equivocó en la forma de hacerlo.
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