La virgen roja

26 de diciembre 2024 - 03:08

Siempre me ha parecido fascinante la facilidad que tienen la mayoría de los niños para producir un sinfín de dibujos de manera desenfadada. Pueden crear tantos como folios encuentren en casa o como paredes blancas tengan a su alcance. Desde la fiel representación de su familia, esbozando unos pequeños monigotes que componen su unidad familiar y por supuesto, la clásica casita con el humo saliendo por la chimenea, hasta abstracciones coloridas de garabatos combinados con circunferencias no muy regulares, queda claro que la espontaneidad es una parte inalienable de su forma de actuar. No solo en cualquier acción creativa como bailar o dibujar, sino en prácticamente cualquier faceta de su vida.

Esas pequeñas mentes todavía no han podido ser condicionadas por la vorágine de dogmas que luego gobernarán sus vidas. Así que, la infancia se convierte en una de las pocas etapas en las que, a pesar del riguroso control parental — tan necesario para que el niño no meta los dedos en el enchufe—, somos más libres como individuos. Los niños dibujan despreocupados, de manera genuina y sin prejuicios, lo que les termina conduciendo a elaborar de un dibujo tras otro y, normalmente, sin llegar a sentir mucho apego por sus creaciones. Tan rápido como terminan su última y favorita obra de arte, son capaces de regalársela al primero que pase, hacerla una bola de papel y tirarla a la papelera o intentar pincharla con una chincheta en la pared. Son igual de libres para crear algo como para destruirlo. Y esto los hace verdaderamente aventurados y valientes.

La espontaneidad y el desapego a nuestras creaciones es fundamental para poder llegar a producir obras sin obsesionarnos con el resultado y, por lo tanto, apreciando más el proceso, que sin duda se trata de la verdadera clave del aprendizaje. Es necesario errar y corregir, romper y reparar para seguir formando nuestras mentes a través de la experiencia. Aunque parezca evidente, es importante recordar que solo experimentando conseguiremos crecer y mejorar cualquier producción artística.

Picasso lo entendió mejor que nadie. A lo largo de su carrera tuvo que dibujar y pintar una ingente cantidad de obras para comprender la dificultad que supone saber pintar como un niño: transmitir más emociones con menos trazos, con la soltura propia de alguien libre que solo intenta crear aquello que le marca su intuición.

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