El vicio del pito

Gafas de cerca

07 de julio 2024 - 03:13

Vivo en una avenida, aunque de solo dos carriles. En ella hay dos colegios que deben sumar unos dos mil niños. Sin que este dato –su efecto sobre la salud de los pequeños– haya sido tenido en cuenta por el ayuntamiento y su empresa de transporte, por esa calzada circulan diariamente entre setecientos y ochocientos autobuses urbanos, no pocos de ellos enormes gusanos articulados. Dejando de lado la suciedad de sus humos y lo inquietante de sus vibraciones para las construcciones, otra contaminación emerge: la de sus ruidos, y no ya el de sus motores, sino el de sus cláxones, que los conductores y no pocas conductoras –empleados de un servicio público– tocan y pisan con creciente impaciencia, a las primeras de cambio, sin cortarse un pelo en pegar un bocinazo con el desagradabilísimo claxon de trompeta, ese que, creo, se pisa y no se pulsa con la mano.

Esa variedad contaminación acústica no va menguando, como cabría esperar al evolucionar una sociedad –una ciudad, un pueblo– hacia estados de civismo y desarrollo superiores, por ejemplo hacia un menor nivel de ruido: el ruido alto y continuado es malo para la salud. Asombra que estos “frescos del barrio” al volante (recuerden el viejo anuncio de Bimbo) no tengan en cuenta, y más siendo servidores públicos, que está prohibido tocar el pito, “que me irrito”, y nunca mejor dicho. Quien toca el pito por sistema es, con alta probabilidad, un cretino, un matoncete de tres al cuarto o una persona afectada de acidez gástrica crónica. El del bocinazo es un vicio de suciedad. Si es por sistema, y no por necesidad, claro.

Hace unos días, en este periódico se publicó esta noticia: “Tres conciertos causan la muerte de cuatro gacelas y un arruí en Almería”. Los animales, recién nacidos o a punto de ser paridos, estaban en una estación experimental aledaña al sitio de los festivales y sus decibelios. Supongamos que somos creacionistas de profundos fundamentos, y creemos que los humanos somos el centro de la creación, y que, nada más que por eso, quienes aman a sus mascotas y otros animales son unos locos, si no unos degenerados. Venga, vale, para ti la perra gorda. Pero aun concediendo eso, la muerte de esos mamíferos nos provee de un símbolo: el ruido excesivo hace enfermar al cuerpo y al alma, y puede acabar por matar. Cabe dar un toque de atención –¡moc, moc!– a las autoridades, y recordarles que deben promover la reducción del ruido, y no lo contrario. ¿Esperanza?, la justa, sobre todo con el hoy sacrosanto “derecho a divertirse”, una carajotada conceptual que merece otro espacio.

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