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Una reciente sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid, relacionada con algún exministro, pone el foco en una práctica que no siempre es transparente: el uso de sociedades para la prestación de servicios. La línea entre optimización fiscal y fraude se vuelve borrosa cuando las empresas dejan de ser herramientas de gestión y se convierten en meros vehículos de evasión fiscal.
Las sociedades son perfectamente legítimas cuando tienen actividad real: infraestructura, empleados y una operativa que justifique su existencia. No basta con emitir facturas y aparentar formalidad; es fundamental que la empresa desempeñe una función efectiva. La sentencia citada aclara esta diferencia con casos concretos como el de una empresa dedicada a la organización de conferencias fue considerada lícita porque contaba con estructura y empleados que gestionaban la actividad.
En el otro extremo, encontramos sociedades que no tienen empleados, ni recursos propios, ni una intervención real en los servicios que facturan. Son utilizadas para para facturar y reducir la carga fiscal de sus socios. Cuando la empresa no tiene más función que la de disfrazar ingresos personales como societarios, estaríamos ante una simulación fiscal.
Las sociedades pueden ser un instrumento válido para organizar y optimizar fiscalmente una actividad profesional, pero su abuso con fines exclusivamente fiscales es cada vez más vigilado. La Agencia Tributaria está endureciendo sus controles y las sanciones pueden ser severas. Al final, la pregunta clave es: ¿se trata de una empresa con actividad real o de una simple fachada?
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