Pues yo lo veo así
Esteban Requena Manzano
Tergiversaciones agrevivas
Si me toca lo primero que hago es dejar de trabajar. ¿Cuántas veces no hemos oído esa frase? Hasta nosotros la habremos enunciado. En las últimas décadas el concepto de trabajo ha ido mutando. Es entendible y recomendable que busquemos un equilibrio entre la vida personal y la profesional. Pero soñar con una corte de sirvientes que resuelvan todas nuestras necesidades es un ideal de nuevo cuño. ¿Pero, cómo hemos llegado a esto?
Vivimos una era donde el “ser” ha dejado de ser importante y lo que mola es “parecer”. Las redes sociales nos bombardean con imágenes de éxito superficial llena de lujos y vacaciones interminables. Los influencers muestran una existencia libre de preocupaciones laborales, lo que contribuye a la construcción de un ideal de vida donde el trabajo, en vez de dignificar, se presenta como un obstáculo para alcanzar la “felicidad total”. Al compararse con estos modelos, muchas personas se sienten atrapadas en una rutina laboral que parece servirnos de poco, más allá de ser un medio para obtener dinero. Este descontento con la realidad diaria acaba frustrando y nos desconecta del valor intrínseco del trabajo.
Hasta hace poco el trabajo ha constituido un pilar fundamenta tanto para la vida familiar como para la percepción de desarrollo individual. Se estimaba por su capacidad de proporcionar estabilidad, dignidad y un legado familiar. Trabajar duro era la forma de transmitir a la siguiente generación patrimonio y estudios. Y muchas culturas lo han ligado, incluso, a determinados valores espirituales. Para los protestantes el trabajo es una forma de cumplir con los designios divinos. El confucianismo resalta la importancia de la diligencia, la responsabilidad y el servicio a la familia y la sociedad. El trabajo, en este contexto, no solo es una forma de sustento, sino una manera de contribuir al bienestar de la sociedad. Incluso las civilizaciones precolombinas entendieron el trabajo como un deber hacia la comunidad y los dioses.
Ahora vivimos tiempos donde el éxito se mide en lujos y ocio sin esfuerzo, pero el verdadero valor del trabajo radica en su capacidad de darnos propósito, de construir y de dignificar nuestras vidas. El trabajo nos anima a crecer. Más allá de las modas pasajeras el trabajo sigue siendo una fuente esencial de estabilidad, dignidad y satisfacción, que nos conecta con el sentido profundo de lo que significa ser humanos.
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