Luces y Razones
Antonio Montero Alcaide
Navidad
Hacía calor para ser otoño. Algunos osados se atrevían incluso con el penúltimo baño de la temporada estival siendo ya mediados de octubre. La Malvarrosa colgaba el cartel de no hay billetes y las terrazas hacían el agosto en pleno puente del Pilar. En pocos sitios me he sentido como en ese minúsculo local de apenas 50 metros cuadrados. Parada obligada de paladares exquisitos y de morro fino. Entre esas paredes uno se encontraba en su casa. “El Reina” era otra historia. Se juntaban las cenas con los desayunos, y el cansancio era tan extremo que relegabas a un segundo plano el dolor de las plantas de los pies. De haberlos amputado no los hubiésemos sentido. Recuerdo cómo a mi padre le vencía el sueño apoyado en la máquina tragaperras. Por aquél entonces no había locales de apuestas, hasta los críos pedían cinco duros para ver si conseguían hacer “tres en línea” y que el sonido estridente del premio adelantara el más ensordecedor aún del golpeo de las monedas con el latón de la recreativa, no apta a menores de dieciocho. Cuando se echó el cierre a esa parte de muchos, se estaba poniendo el candado a horas infinitas de trabajo permanente, de lealtad de los que por allí pululaban a diario y el broche a una escuela de aprendizaje continuo. Lo que sé de la vida no lo he aprendido en la Facultad, me lo dio esa barra de Silestone grisáceo que si hablara daría para un “best seller”. Valentín es lo más parecido por tierras del desierto. En Valencia, no hay de eso. Buena materia prima sí, garitos de revista, los que quieras, pero faltos todos de “esa esencia del Reina”. Había una mesa al fondo a la derecha. Por una vez la dirección no marcaba el destino de los baños. Ambiente selecto, sin voces más altas que otras. Un blanco frío con nombre de solera, intentaba aromatizar y ensalzar el sabor insípido e insulto de una lubina de piscifactoría. Nada que recordar del menú. Solo el estacazo de la cuenta. Pero eso se olvida. La memoria huidiza con patas cortas, tiende a evadirse pronto de lo que no hay que retener. Allí no había música, ni tan siquiera de fondo, pero los acordes de la conversación sonaban celestiales.
Quedarse con ganas de más, es quedarse con mucho. No era hambre, era intención. O se gana, o se aprende, me decía mientras se acercaba el sauvignon a los labios. No retiró la mirada, la clavó en mis pupilas dilatadas mezcla de admiración y respeto. No hay nada que enganche más que el intelecto. Meterse en la mente antes que hacerlo en la cama, es sin duda alguna, el mejor aperitivo de cualquier comienzo.
Con R de Reina
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