Francisco García Marcos

Titiriteros togados

Comunicación (Im)pertinente

06 de julio 2024 - 03:11

Llegaron por la mañana temprano, cuando apenas clareaba el alba. Se instalaron de inmediato en la plaza, como si alguien les hubiese asignado una ubicación consustancial y pública. Sin darse un respiro, empezaron a montar las tablas, la tramoya y las cortinas. Antes de que mediara el día, todo había quedado perfectamente ensamblado para la representación de títeres de aquella misma noche. El resto de la jornada el escenario permaneció cubierto, como un gigante agazapado en las entrañas del pueblo. Los lugareños acudieron a regañadientes, más que obviamente amedrentados por don Ezequiel, alcalde y, sobre todo, amo de lo tangible y lo intangible. Como todos los años desde que tenía memoria, en su cumpleaños tocaban títeres, rodeado por sus vecinos. La función comenzó sin concesiones de ninguna clase. Apareció un títere cubierto con algo parecido a una toga y se sentó con gran ceremonial. Revisó concentrado unos papeles y allí mismo dictó sentencia: pena capital. De inmediato, unos alguaciles empezaron a montar un garrote vil, más o menos. Por la otra punta del escenario irrumpió un reo encadenado. Mascullaba algo en catalán sobre fascismo, España, ultrajes y cosas similares. Cuando iban a sentarlo en el patíbulo, del fondo emergió un nuevo ente con toga, más alto, fornido y con apariencia poderosa. El primero le cedió el asiento sin rechistar. Revisó también los papeles y dictó que la sentencia anterior estaba equivocada. Los alguaciles procedieron a liberar al reo y conducirlo junto al togado mayor que dio un par de palmadas al aire. Una sucesión de camareros elegantes dispuso un fino tentempié en la misma mesa del jugado. El primer togado se puso él mismo de cara a la pared, castigado. Cuando iban a degustar aquellas exquisiteces, un tercer togado hizo acto de presencia para desautorizar a los dos primeros. Luego llegaron un tercero, un cuarto, un quinto y hasta un sexto togados, cada uno de ellos con sus propias instrucciones. Cuando estaban ya irremediablemente abocados al paroxismo, surgió la figura de un rey manifiestamente ebrio, dando traspiés y balbuceante. Carraspeó, se puso digno y proclamó que todos quedaban arrestados. Sin dar mayores explicaciones, se desplomó y empezó a dormir en el suelo, antes de que la guardia real la emprendiese a cachiporrazos con los demás. Al público no le gustaban esas cosas, aunque fuera en formato de títeres. Si aquella broma bufa hubiera sido una representación de su sistema judicial, ya podían empezar a temblarle las piernas a todo el mundo. El perro Churchill, que había acompañado a Liborio hasta el pueblo, fue hasta una esquina del escenario, levantó la pata y meó a sus anchas. Un larga ovación acogió aquel gesto que resumía el sentir colectivo.

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