La (sin)sustancia

27 de marzo 2025 - 03:07

Hubo un tiempo en el que las Torres de Colón eran un manifiesto estructural. Una proeza técnica que, con su característico coronamiento, desafiaba la gravedad y la lógica constructiva convencional. Diseñadas por el ilustre don Antonio Lamela, estas torres invertidas se sostenían desde arriba. Una idea que, más que una solución arquitectónica, era una declaración de principios. Pero en la eterna lucha entre la arquitectura y la complacencia, la segunda suele llevar las de ganar. Y así hoy, las Torres de Colón han sido ampliadas, despojadas de su esencia y coronadas con una suerte de tiara corporativa que transforma la audacia en obviedad.

El nuevo remate, presentado como una reinterpretación contemporánea, en realidad no es más que una domesticación de lo que antaño fue un ícono de la ingeniería y de la arquitectura made in Spain. Lo que antes era un gesto radical y puro se ha convertido en un volumen anodino; en una suerte de sobrepeso decorativo que, en lugar de dialogar con la estructura original, la silencia. En lugar de reforzar la lógica de las torres, la contradice y las devuelve a un convencionalismo que las hace indistinguibles de cualquier otro edificio de oficinas.

Hay algo trágicamente irónico en el destino de las Torres de Colón. Nacieron como un desafío a la norma y como un ejercicio de audacia estructural que liberaba de soportes su basamento soterrado destinado a garajes, y han acabado con una ampliación que diluye su razón de ser. La arquitectura, cuando se hace con convicción, habla con claridad. Pero cuando se somete a la dictadura del mercado y de la imagen, balbucea formas sin sentido. El resultado: unas torres que antes levitaban con orgullo y que ahora parecen cargar con el peso de su propia renuncia.

Es un destino que han sufrido muchas otras obras del siglo XX. La modernidad, cuando envejece, tiene dos caminos. O bien se asume con dignidad, o bien se disfraza con retoques que intentan hacerla más “actual”. Y en este caso, el disfraz no solo despoja al edificio de su identidad, sino que lo convierte en un pastiche sin sustancia. ¿Se ganó algo con esta intervención? Quizás algunos metros cuadrados más de oficinas y una estética más digerible para el gran público. Pero lo que se perdió es irrecuperable: la coherencia, la osadía y la esencia misma de un edificio que ya no es lo que era. Y lo peor es que, cuando se maquilla la historia, se corre el riesgo de olvidar por qué un día fue lo que hoy ya no es.

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