NOTAS AL MARGEN
David Fernández
Incienso para recibir a un Pedro Sánchez contra las cuerdas
La Plaza de San Marcos de Venecia se sitúa en una posición muy concreta al sur de la ciudad y dando la bienvenida a diario a toda la gente que entra y sale con los famosos Vaporretos del Gran Canal, durante todo el año. Sin embargo, cuando se accede a ella a pie a través de las angostas calles que conforman el barrio de San Marcos, se presenta como una gran apertura, a modo de grieta, que ensancha el espacio urbano de forma espectacular. La plaza parece estar cerrada por dos largas fachadas de los edificios de las Procuradurías, que se extienden aparentemente en paralelo hasta la coronación de la plaza con la Basílica de San Marcos y la Torre del Reloj, dejando el descubrimiento del precioso Palacio Ducal para el final del recorrido, al tiempo que se revela de la gran apertura espacial a la inmersa y horizontal presencia del agua.
Y justo este elemento, el agua, que parece estar presente solo en los perímetros de las islas que conforman la ciudad, en realidad atraviesa, a modo de venas y arterías, la gran mayoría de callejones que quedan repletos de puentes de piedra comunicando todo este laberinto urbano tan singular. Venecia es una isla artificial construida a base de compactar una serie de grandes troncos de madera hincados en una gran laguna al norte de Italia, aparentemente protegida de las grandes mareas por su posición geográfica. Sin embargo, las inundaciones han sido más que recurrentes a lo largo de los siglos, tanto que la ciudad lleva años desarrollando un sistema de diques móviles, llamado proyecto Moisés, para protegerla de la ya famosa Aqcua Alta.
Estas inundaciones afectan casi siempre, en primer lugar, a la expuesta Plaza de San Marcos, bañando todo su pavimento y cubriéndolo con una lámina de agua que transforma el espacio en algo más dramático, si cabe. El suelo se convierte en un espejo gris que rebota la luz y refleja el ritmo de los arcos de las fachadas circundantes. El agua democratiza el espacio, unificándolo y eliminando cualquier distorsión visual que pueda haber. La humedad es abrumadora y omnipresente; el olor a piedra mojada y ver cómo se funde la arquitectura con la naturaleza es un espectáculo que nos deja absortos. El agua, al igual que el fuego, tiene un componente hipnotizador que ataca a lo más profundo de nuestro cerebro y nos impide apartar la mirada. Por eso, cuando la plaza está inundada, los ojos se nos van al suelo y no al cielo.
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