El silencio de los pueblos

La despoblación lo engulle en la misma medida que las casas señoriales, cerradas a cal y canto, te confirman un futuro desalentador

22 de diciembre 2024 - 07:00

EL día amaneció frío. El invierno llama a la puerta en las últimas jornadas de otoño. La intención inicial es pasar el fin de semana y nada mejor que Vélez Blanco, con seguridad uno de los pueblos más bellos de la provincia, para buscar la tranquilidad, la paz y el sosiego después de días de ajetreo, bullicio, comidas y excesos prenavideños a los que nos somete la sociedad de consumo en la que estamos instalados y a la que abrazamos sin pensar en otra cosa que consumir.

Desde la capital hasta la población del castillo de los Fajardo hay 165 kilómetros por autovía, algo menos si eres capaz de discurrir por la carretera de las canteras de Macael, buscar Oria por la Sierra de las Estancias, desembocar en Chirivel y desde allí al destino. Si quieren un paisaje otoñal, donde el ocre de los álamos da paso al desnudo de los almendros, adelante. Si su intención, como la mía, es el agua de los barrancos que discurren por la localidad velezana, visitar sus monumentos, adentrarte en el castillo, aunque esté en obras y disfrutar de una copiosa comida en El Molino o en el Espadín, en la vecina localidad de Vélez Rubio, la decisión más sabia pasa por la A-7 hasta Puerto Lumbreras y desde allí la A-92 norte hasta nuestro destino.

La segunda opción es la elegida, a la búsqueda del frío casi invernal de un pueblo a más de mil metros de altitud. La gastronomía tampoco es desdeñable si buscas los productos locales y la carne. En pocos lugares de la provincia la encuentras mejor. Los almendros desnudos, el cerro de la Muela y las casas señoriales dan la bienvenida a lo que esperas sea un día redondo, lejos de las preocupaciones de la ciudad y en la mejor compañía. No se puede pedir más.

Vélez Rubio nos recibe con el sonido de las cuadrillas de ánimas que llenan las calles con los acordes de las bandurrias, laudes y guitarras. Extrañamente hay animación. Sólo por el recorrido por la plaza y por la iglesia de la Encarnación, una joya arquitectónica construida entre el final del Barroco y los inicios del Neoclásico, el viaje ha merecido la pena. Desde allí al Espadín hay unos pocos cientros de metros que haces a pie sabiendo lo que espera. Gaspar es el mejor de los anfitriones. Su restaurante, un clásico de la carne, nunca falla. Y esta vez tampoco. Aún queda Vélez Blanco. El pueblo te recibe con el imponente castillo en rehabilitación y sus barrancos de agua cruzando en vertical el pueblo. La sequía ha hecho mella, pero bajar, por ejemplo, a los “Caños de la novia” completa cualquier expectativa. El viaje es en soledad, bares cerrados, hoteles cerrados, tiendas cerradas... Durante el paseo por la calle principal no te cruzas con nadie. La melancolía del pueblo, de los más hermosos de la provincia, te duele en lo más profundo del alma por el futuro que espera a un monumento a la belleza que tiene un complejo futuro. La despoblación lo engulle en la misma medida que las casas señoriales, cerradas a cal y canto, te confirman un futuro desalentador.

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