Pues yo lo veo así
Esteban Requena Manzano
Tergiversaciones agrevivas
Los ciclos del tiempo suelen ir acompañados de la sucesión de las costumbres, pues estas conforman, de algún modo, las rutinas con que aquel, el tiempo, se reparte en los episodios de los días. Dormir la siesta, aunque solo sea con el breve y ligero sueño de una cabezada, puede ser un hábito practicado en las ocasiones propicias tras el almuerzo, cuando la somnolencia es el efecto biológico del descenso de la sangre al sistema digestivo. Todavía más si, como es el caso de las comidas patrias -dígase españolas, sin omisión-, las comidas suelen ser copiosas y a los efectos de la biología se une el sopor de la canícula. Da nombre a la siesta la hora sexta romana, la hora solar sexta que corresponde a las 12 del mediodía. Momento en que el trabajo se hace penoso a pleno sol y, hasta algo entrada la tarde, los campesinos solían detener las labores.
Los benéficos efectos del sesteo han sido bien ponderados. Sea como forma de recuperar el sueño perdido, aunque se afirme asimismo que el sueño y el tiempo no se recuperan después de no dormirse o usarse en sus momentos propios, por lo que no sería esta una siesta de reemplazo. Se trate de hacerse con una reserva ante el sueño que esté previsto perder, y por eso una siesta, en este caso, preventiva, si bien el reloj biológico no se presta a tales alteraciones. O, de manera más propia y saludable, asista la gozosa siesta que propicia un sencillo disfrute. Acaso esta resulte la más recomendable, sin que tenga que extenderse más allá de la media ahora, recostados, que no repanchigados, en el sofá.
Las costumbres, por otra parte, se favorecen con la repetición de acontecimientos, celebraciones o, como en estos momentos, pruebas deportivas. Así ocurre con el Tour de Francia, que ocupa el horario televisivo de los documentales o de las telenovelas, cuyos efectos sedantes son conocidos por quienes buscan la siesta bajando algo el volumen del televisor. Las proezas ciclistas de las largas etapas dan para ello, aunque a veces espabile la hermosura de los paisajes o la sobrehumana gesta de algún ciclista colosal. Don Miguel Indurain -mucho mejor que Miguelón- ganó el Tour de Francia cinco años consecutivos, de 1991 a 1995, y su prodigioso palmarés arrinconó las siestas ahora predispuestas por la evocación de los recuerdos.
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