
Una raya en el mar
Ignacio Ortega
Plegarias
Hubo un tiempo en el que la oficina era un lugar con plantas de plástico, moqueta gris y café recalentado. Un lugar anodino, sí, pero al menos, un lugar reconocible. En Severance, la oficina es otra cosa. Un laberinto de pasillos idénticos, sin ventanas, sin contexto, sin salida. Es un paisaje mental… una distopía corporativa vestida de arquitectura.
El universo de Lumon Industries está hecho de líneas rectas, ángulos muertos y volúmenes que no explican nada. Es la arquitectura del aislamiento, del control y de la desconexión emocional. No hay ornamento, porque no hay lugar para la belleza. No hay luz natural, porque no hay tiempo que contar. Los espacios se repliegan sobre sí mismos y en el centro, una coreografía de cubículos blancos donde los empleados son apenas extensiones de sus terminales y teclados.
Más que un decorado, el edificio de Severance es un personaje que no habla, pero que observa. Que no se mueve, pero encierra. Su brutalismo es puro, casi clínico. Aquí hay más Orwell que Le Corbusier, y cada detalle, desde los pasillos eternos hasta la sala de descanso con iluminación aséptica, está diseñado no para albergar personas, sino para desactivarlas.
Hay algo perversamente brillante en esa representación. Porque mientras muchos edificios reales se esfuerzan por parecer “amables”, con sus fachadas vegetales y sus fotogénicas zonas comunes, en Severance se opta por lo contrario. Se nos recuerda que la arquitectura también puede ser una herramienta de alienación. Que un espacio puede ser tan opresivo como un jefe tóxico, pero más silencioso, y que la estética del control no necesita barrotes, solo moqueta beige y luces fluorescentes sin alma.
Lo irónico es que esta arquitectura de la despersonalización se ha vuelto icónica. Se estudia, se comparte y se celebra en revistas especializadas. Como si estuviéramos fascinados con nuestra propia cárcel. Como si el vacío emocional, cuando se viste de diseño, nos pareciera digno de admiración. Tal vez porque nos resulta familiar. Tal vez porque, en el fondo, todos hemos trabajado alguna vez en un lugar que se le parece demasiado.
Severance no solo propone una crítica a la cultura corporativa. Propone una crítica espacial. Nos recuerda que los lugares que habitamos moldean nuestra mente. Que un entorno puede deshumanizar tanto como una mala política de empresa. Cuando la arquitectura olvida al ser humano, no importa lo bien ejecutada que esté. Solo será un contenedor del olvido.
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