Luces y Razones
Antonio Montero Alcaide
Navidad
Cuando el poeta y escritor Jaime Gil de Biedma empuñó su pluma para escribir que fuese el hombre el dueño de su historia, lo hacía bajo una España que despertaba de una Incivil Guerra fratricida, que obligó a las mujeres y a los hombres a luchar los unos contra los otros. Amigos, hermanos, vecinos, todos se vieron envueltos en un combate cruento que afirmaba la decadencia final del Imperio español, su desmembramiento con carácter humano y su podredumbre, como sociedad civil, económica y política -no lo digo yo, lo dice la Historia. Por aquellos años, la España real estaba vacía. No existía ningún rincón de esta casa que no oliese a muerte o venganza.
Sin embargo, el espíritu que siempre ha caracterizado al ciudadano que vive, ama y piensa en esta bendita tierra, tuvo en su íntima heredad el sueño de abrazar la democracia. Soñaban con ella, sin duda, a pesar del hambre, de los gorgojos, del cansancio y de la derrota. Existía un ápice de esperanza que algún día se podría alcanzar. Máxime, cuando era lo único que nos mantenía aún vivos.
La democracia es, en su sentido literal, un sistema político que defiende la soberanía de los pueblos y su derecho a elegir y controlar a sus gobernantes. Y como todo artilugio u objeto que engendra y germina las manos de los hombres y de las mujeres puede estar corrompido o se le puede presuponer. No existe nada perfecto, pero lo que sí es seguro es otro tipo de modelo de gobierno que nos ha abocado a los peores años de la Historia y, aún pasado el tiempo, tenemos secuelas de ello.
Nadie dijo que iba a ser fácil. La democracia no se hereda, se lucha. Los derechos no se conceden, se ganan. Y debemos de mimarla, con la responsabilidad que se espera de estar destinados a realizar aquellas grandes gestas que parte de los objetos y los detalles más ínfimos.
El 28 de abril ha sido, una vez más, la fiesta de la democracia. Después de una campaña dura, la jornada electoral transcurrió como lo hacen unos sentimientos más nobles e íntimos. Con tranquilidad y sosiego. Como lo debe hacer una democracia con cierta sensatez y experiencia. Y el pueblo, soberano y sabio, ha hablado. Nos ha advertido que tenemos que ser mesurados y cautos, más íntegros, quizás, si cabe, más responsables y comedidos. Que debemos mirar por sus necesidades, por sus problemas, por todo aquello que le quita el sueño, porque de no ser así nos enseñará las puertas del infierno, sus ventanas, sus dinteles, sus columnas. Y todos los presentes podremos ser la casa que en llamas arde en mitad de la madrugada.
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