
En tránsito
Eduardo Jordá
Un viejo país ineficiente
Noa, le dije que para aprender a dibujar había que aprender primero a dibujar sin miedo. Y se lo demostré días después con un dibujo rápido de la fachada de la Catedral de Murcia. Los auroros son cantos ancestrales que la primera vez que los oyes suenan celestiales, piensas que son seres mágicos, hasta que los oyes y ves muchas veces y te das cuenta de que son seres vulgares y corrientes que antes de cantar se toman un Belmonte. Como las procesiones, la ciudad, las calles, las tiendas y los hoteles. Si vas de vez en cuando son mágicos y distintos. Si vas todos los días son cotidianos y de tan cercano todo ya no te interesa nada de lo que le puede interesar al forastero. Todo lo lejano es apetecible y todo lo cercano, desinflado y desvalorado. En el momento que valoras e insuflas aliento a lo cercano, es decir, pierdes una vez más el miedo, revistes de impulso y trascendencia todo lo que ya es trascendente. Y a fuerza de ignorar todo, es decir, a los demás, y darte cuenta de que realmente no les interesa nada de lo que te interesa a ti, cuando ya desaparecen de tu mente, crecen todos los mundos posibles y reales, cercanos y lejanos. Hasta ese momento pasan años y años en los que te miran con suficiencia y desinterés, y al cabo de los años perdiendo el miedo, cuando ya no queda nada en absoluto y has gastado cientos de miles de horas y folios, años de trabajo y estudio, idas y venidas a todas partes, esfuerzos que piensas estériles, ascensos a lo más alto y caídas a lo más profundo, llega la voz que dice me encanta lo que haces, queremos hacer esto o lo otro. Y tú sigues sin miedo, tejiendo la misma tela con el mismo ahínco. Haciendo castillos en el aire, sólo que al mismo tiempo bien cimentados en la tierra. Vas a todas partes con libros, vives entre libros ya vencidos todos los que dijeron para qué quieres tantos libros. Porque si los libros no son de oro macizo, sólo son eso, libros, que convertidos en oro, brillan pero no se pueden leer. Vencidos el tiempo y los demás, como el arcángel que blande su espada sobre el demonio, negro y feo en el infierno que, efectivamente, son los demás, y por extensión, el demonio, encadenado al miedo. Sin las cadenas del miedo, pero bien sujeto a la tierra, asciendes a los cielos terrenales. Mientras, reprimido por los demás, como el arpa olvidada de Bécquer, cuántas veces el genio dormido, así sueña en el fondo del alma.
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