Pues yo lo veo así
Esteban Requena Manzano
Por si hiciera falta
La nómina de grandes artistas que permanecen en el olvido viene a falsar aquel célebre aserto que afirma la infalibilidad de la historia para colocar a cada cual en el sitio que merece. Eso, ciertamente, no es así. Hablamos y hablaremos de muchos, pero hoy le ha tocado al pintor onubense Sebastián García Vázquez, de Puebla de Guzmán, que nació en 1904 y murió en 1985. Le ocurre, como a otros, que en su tiempo llegó a cosechar notables éxitos, como la Primera Medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1934 o su designación como académico en Sevilla. García Vázquez recibió su primera formación del insigne pintor extremeño Eugenio Hermoso, una de las cimas de la pintura española de la época. La influencia ejercida por Hermoso le acompañará toda su vida, centrándose su obra, como la del extremeño, en las gentes y paisajes rurales del campo, con una visión depurada y esencial, de tonos simbolistas, por la gravedad y severo plan constructivo que emanan sus composiciones. El parentesco estético y estilístico con Eugenio Hermoso refuerza su carácter de pintor del pueblo, áspero y tierno a un tiempo, encantador y naif, pero quizá también por eso duro y dramático, al representar sin maquillaje la dureza de la vida de unas gentes humildísimas o pobres. A diferencia del extremeño, que aspira a una cierta épica y monumentalidad teatral de la pobreza, en García Vázquez hay una mayor discreción y modestia realistas, un mayor objetivismo analítico en la representación de los tipos y paisajes, de las temáticas, que le entroncan con otros artistas de su generación de una forma muy evidente, especialmente con el manchego Antonio López Torres, que atesora, en cambio, un mayor realismo luminista y un menor simbolismo literario que el onubense. La ejecución en García Vázquez es meticulosa y modesta, sin exhibicionismos sorollescos, como en su maestro Eugenio Hermoso. Pero su mayor virtuosismo, su gran talento, se halla en la pasmosa belleza de sus composiciones, en la capacidad para colocar los elementos con una sabiduría estética primitivista, muy certera y eficaz, que lo emparenta con grandes del Quattrocento italiano como Piero de la Francesca. Al final de su vida, residiendo en Sevilla y siendo profesor de su Escuela de Bellas Artes, se dio a pintar de memoria escenas del campo recordadas de su infancia, con una gracia y encanto que lo acercan al mundo de la viñeta o de la ilustración para juglares. La gran altura de su obra merece una revisión y estudio pormenorizados.
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