Santiago Etxea

05 de septiembre 2024 - 03:08

En 1910, un ya laureado y afamado Ignacio Zuloaga compró en subasta pública un terreno en Zumaya, junto al Cantábrico. En el lugar, una suerte arenal o marisma en forma de península rodeada por el mar, en la antigua carretera con dirección a Guetaria, existía una ermita o sitio de parada del Camino de Santiago que le daba su nombre a la propiedad. El pintor estuvo dos años trayendo centenares de carros de tierra de las montañas vecinas para compactar el terreno y crear un firme donde poder construir. En 1912 comienza la construcción de su casa familiar, un espléndido inmueble con la tipología de caserío vasco, pero trufado de añadidos y decoraciones eclécticas, desde lo andaluz a lo castellano. Junto a la ermita, que restauró y dotó de un historicista claustro, edificó un taller-museo. En 1914 se inauguró la casa con alborozo de la familia, amigos y autoridades. Allí y en el taller, Zuloaga colocó su extensa colección de obras de arte y artesanía, en la que destacaban cuadros de los grandes maestros de la escuela española. En 1916, ante las embestidas del mar contra la propiedad –que casi llegaban a la puerta de la casa- y las advertencias de los agoreros, construyó un muro de contención en el borde del terreno, de tres metros de profundidad y tres metros de grueso- y más de doscientos de largo- que hiciera de parapeto a la furia de las aguas del Cantábrico embravecido. La venta del retrato de la Condesa de Noailles por cien mil pesetas de la época le permitió sufragar esta colosal obra de ingeniería que ha hecho perdurar la casa hasta hoy. Invitado por el biznieto del pintor y su esposa, estuve allí con mi familia hace unos días pasando una emocionante jornada. Ignacio Suárez Zuloaga y Margarita Ruyra, patronos de la Fundación Zuloaga, cuidan y miman el colosal legado del gran artista vasco. Junto a sus obras y el gran archivo de la familia –abierto a estudiosos- pueden verse en el interior de la casa algunas de las obras de la primitiva colección del pintor; tres Goyas espléndidos, en especial el retrato de Palafox, varios Grecos, Un Zurbarán y otras joyas. Resulta estremecedor, después de comer y charlar allí con los anfitriones, pensar en la trascendencia cultural del lugar, un emblema e icono de toda una época de la historia de España. Los amigos franceses de Zuloaga –de Rodin a Ravel- y los españoles, los más eminentes literatos e intelectuales de la generación del 98, pasaron por allí. Unamuno, Ortega y Gasset, Pérez de Ayala, Valle Inclán o Gregorio Marañón. Casi nada.

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