La roldana en valladolid

26 de diciembre 2024 - 03:08

El Museo Nacional de escultura celebra estos días en su sede vallisoletana una gran exposición sobre Luisa Roldán, la mítica imaginera barroca –celebrada ya en vida- que rompió los convencionalismos gremiales de su tiempo y en contra de la opinión de su padre, el gran Pedro Roldán, se emancipó como mujer artista e hizo carrera en la corte de Carlos II y Felipe V. La exposición, bellamente montada, repasa los cuatro momentos de la trayectoria de Luisa: formación y trabajo en el taller paterno, encargos sevillanos en compañía de su marido, etapa gaditana y escultora en la corte madrileña. La muestra, que permite ver obras de calidad extraordinaria, memorables, como los santos patronos de Cádiz y los niños Nazarenos, revela una personalidad artística que se expresa, casi desde el comienzo de su independencia como autora, en dos líneas de trabajo bien diferenciadas. Una que concibe obras de gran tamaño, de imaginería religiosa para el culto, al mismo nivel que las grandes creaciones del taller de su padre o de otros grandes escultores del barroco español, y otra centrada en pequeños grupos de figuritas, de temática igualmente religiosa, de virtuosa y rococó realización en terracota, para el culto y disfrute privados. La primera línea muestra la verdadera dimensión de la artista, de su genio portentoso. La segunda constituye, por los datos que han llegado hasta nosotros, una forma de ganarse la vida y paliar los periodos de miseria, tan común a los artistas españoles en la época de los Austrias. En algunas de sus obras de gran tamaño, la Roldana gustaba de presumir de sus reconocimientos al firmarlas. “Escultora de cámara de su majestad” o “insigne artífice” eran calificativos que empleaba para sí misma, con el ánimo de encontrar nuevos encargos o clientes que le permitieran sobrevivir dignamente. En toda su obra de pequeño tamaño, pese al virtuosismo y alegría que en apariencia manifiesta, hay siempre un poso de tristeza, de cierta amargura. Muchas repiten la fórmula, convencional y decadente, para agradar al cliente adinerado. Las forzadas sonrisas de estas figuritas en barro, de la Virgen, el Niño o San José, se antojan más bien muecas artificiales que esconden la dramática existencia de su autora, con las penalidades y carencias a las que tuvo que enfrentarse. Viendo obras como el gran Ecce Homo que figura al final del recorrido de la exposición, imponente, lamentamos que el talento de Luisa no hubiera tenido más oportunidades para expresar su verdadera dimensión.

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