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Desde el Renacimiento, con el advenimiento de la Edad Moderna, se otorga al artista un prestigio social de gran relevancia, emblema de la inteligencia y el talento de una comunidad. Hasta comienzos del siglo XV, durante toda la Edad Media, no hubo diferencias claras en la valoración entre artistas y artesanos. Fue en Florencia, con la eclosión del Renacimiento italiano -propiciado por una significativa nómina de creadores muy cualificados, protegidos por sus ciudades-estado y el panorama de rivalidad entre estas-, cuando la consideración del artista toma verdadera carta de naturaleza. Basta rastrear, por ejemplo, en la vida de Filipo Brunelleschi -uno de los primeros en ser cuasi divinizados por su pueblo- y el proceso de construcción de su gran obra, la cúpula de la catedral, para entender cuanto digo; un cambio de rumbo verdaderamente desconocido hasta el momento por el que una sociedad convierte en auténticos héroes a sus más capaces artistas. El caso de Brunelleschi ejemplifica -casi mejor que ningún otro- los ideales de inteligencia y talento, creatividad e innovación, alarde técnico y capacidad de emocionar, que una sociedad espera de su artista. La conjunción de todos estos roles, muy claramente definidos, se expande pronto por toda Europa, acuñando la definición arquetípica del artista clásico. La unión indisoluble de todas estas virtudes en una misma persona permitieron durante los siglos del gran arte clásico occidental -como quizá sucediera también en el mundo antiguo- la comunión entre el arte y la sociedad; los creadores parían sus obras conscientes de dirigirse a un público que las espera, valora y disfruta. Desde finales del XVIII y principios del XIX, con el Romanticismo, comienza a estimarse -por encima de otras virtudes- la emoción que el artista es capaz de comunicar con su obra, su fuerza poética y la dosis de innovación en su propuesta, en detrimento de la exhibición de talento, técnica o inteligencia, sentándose así las bases del elitismo artístico del arte moderno. Unido todo ello al desarrollo de un cientifismo tiránico -esencia indiscutible nuestro tiempo- que ha mutilado nuestro instinto estético para la contemplación del mundo, se ha producido el mayor divorcio que toda civilización ha conocido entre el arte que producen sus creadores y el conjunto de la sociedad. Y es ésta, qué duda cabe, una de las características definitorias de nuestro mundo contemporáneo.
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