
La Rambla
Julio Gonzálvez
Pareces más joven
Entornó los ojos a fin de mitigar la luminosidad cegadora de la mañana. Sus párpados entornados le dejaban entrever el verde pardo de los olivos mezclado con el amarillo de los limoneros que flanqueaban el huerto familiar. Tratando de recuperar la visión, que le era arrebatada por el hiriente sol primaveral, centró su mirada en el jardín. A sus pies crecían aquellas humildes florecillas livianas y delicadas, que llenaban el aire con su dulce aroma. Al fijar su vista en ellas le asaltó un recuerdo de su infancia, en el pueblo de sus abuelos el bonito color de aquellas flores se asociaba al dolor y la muerte que cada año rememoraba la pasión de Cristo. Eran días de luto, y a diferencia del color que usaban los cristianos para mostrarlo cuando fallecía un familiar vistiendo de negro, en Semana Santa, se cubrían de violeta y morado todas las imágenes de los iglesias, vistiendo de lirios los Pasos de las procesiones en señal de duelo. A él, sin embargo ese color y esas flores le parecían de una elegancia y una sutilidad incomparables. Un sonido atronador le sacó de sus cavilaciones. Elevó sus ojos al cielo y descubrió que estaba completamente cubierto de unas nubes grises, que comenzaron a derramarse sobre la tierra como un llanto divino. De forma subrepticia y sigilosa habían ido emergiendo tras los picos más altos de la sierra, y habían ocultado el sol que momentos antes le había dejado casi ciego con su resplandor. Era el signo inequívoco de una estación tan cambiante como la primavera. A veces se mezclaba el aire cálido con un viento frío, un sol espléndido con una borrasca inmisericorde, o la sequedad más árida con unas lluvias torrenciales que anegaban los campos. Nada había más estimulante para él en aquel momento, que una lluvia copiosa bajo la añeja pérgola de madera en la que se enredaban las madreselvas, los rosales cuajados de flores a punto de estallar y las glicinias, cuyos racimos violetas se derramaban como uvas de la ira sobre su cabeza. Y sí, porqué negarlo, hacía unos momentos sentía ira, ira, miedo e impotencia. Si esta comunión con la naturaleza era capaz de transformar a un ser humano, de hacerle feliz por un instante infinito. Si el olor a tierra mojada y a delicados perfumes era un tesoro tan fácil de conquistar y otorgar el don de la quietud a un alma atormentada. No podía entender qué movía a ciertos seres humanos a vender la suya por el poder y la riqueza, teniendo un coste tan alto en vidas ajenas. Dejó el huerto y entró en la vivienda, la visión de las imágenes que mostraba la televisión era dantesca. Ciudades destripadas enseñaban impúdicas sus vísceras al mundo, que seguía su ritmo de espaldas a la tragedia que devoraba a otros. Pensó con enorme tristeza, que el ramito de violetas del que había disfrutado hacía un instante como un regalo divino, para esas personas que vivían el terror de la guerra era el color del luto y la pasión.
También te puede interesar
Lo último