Editorial
Rey, hombre de Estado y sentido común
Cuando más interesado estás en leer un libro, va el prólogo y chasss: te lo chafa. Hay que ver la manía de poner delante de lo más importante lo secundario, lo desechable. No sé quién inventó esto del prólogo, pero es una lata. A veces, incluso te quita las ganas de leer. Y si te lo saltas te queda un resquemor, como si te dejaras atrás algo importante para la comprensión del libro en sí. Luego nunca es así, pero, qué quieres que te diga, saltarse 20 páginas de entrada le deja a uno mala conciencia. Cuando es el autor el que escribe el prólogo lo hace siempre con el libro ya terminado o casi terminado. Eso es muy general y, además, es lo lógico. El prólogo con frecuencia hace la función de los renglones en los que el niño que está aprendiendo a escribir debe trazar sus temblorosos trazos que se asemejan a las letras y las palabras: un corsé que no te deja respirar a tu aire. Cuando el prólogo lo escribe una autoridad en la materia, pasa igual: seguro que primero se tiene que leer el libro para poder escribirlo, ¿no? Y lo escribe alabando al autor y al texto, sí, pero asediándolos con -ismos, -logías, movimientos, corrientes, qué sé yo, generalidades que matan aquello por lo que el lector ha pagado al comprar el libro.
No me gustan los prólogos. Me cuesta mucho, me da corte saltármelo e irme directo al asunto, pero no me gustan. Quien dice prólogos, dice prefacios, introducciones… Y mira que yo los he escrito también, mis libros llevan prólogos. Pero cuando los escribía ya me planteaba este cargo de conciencia que explico y procuraba que al menos fueran narrativos, entretenidos, interesantes, no sé, amenos. Voltaire dijo que un libro puede ser lo que quiera menos aburrido. El lector no paga para que lo aburramos. Pues el prólogo, igual. A veces, intencionadamente, lo hacen generalizando, con teorías y esas cosas, para no competir con el propio libro en enjundia y ritmo, o en modernidad o en amenidad. Pero pasa igual: retrasa la entrada en harina, distrae, pospone lo mollar. ¿Por qué no ponen los prólogos atrás, al final? Una especie de epílogo, unas conclusiones, un… Si el libro es aburrido, un epitafio, claro. Usted, prologuista comprometido con el autor o la editorial, diga lo que quiera sobre el libro, pero dígalo al final, cuando ya no estorbe, cuando sus opiniones ya no influyan sobre las del propio lector, cuando su texto sea perfectamente… prescindible.
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