Comunicación (Im)pertinente
La princesa solidaria
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La reina Frozen reservó una habitación secreta de palacio para sus chucherías, en todos sus tipos y versiones. Se había quedado tan atrapada durante su infancia por el sabor dulce a fresa, que no vaciló en bautizar a su primogénita con el nombre de Lolipop.
Las crónicas palaciegas narran un reinado idílico, siempre bajo la vigilante mirada y el supervisor consejo de su madre. Entrenada a conciencia en el manejo diestro de las armas, la futura reina dominaba también los entresijos de la administración, gracias a Nodino VI, su padre. También era astuta evitando la exposición excesiva a la mirada escrutadora de sus vasallos, alertada por los escándalos que acompañaron a su abuelo, Campechano I, hasta el punto de verse obligado a huir del país, abrumado por las malas lenguas.
Las leyendas que arrancan de esa época, sin embargo, son bastante menos optimistas, especialmente en lo concerniente a la relación de la madre y la hija. Al parecer, todo empezó un año en que unas lluvias terribles asolaron las regiones costeras del reino. Los lugareños clamaban por ayudas que paliasen aquel desastre tan inmenso. Pero en la corte andaban enredados en disputas palaciegas, de manera que les prestaron atención mínima y testimonial. Así que los monarcas decidieron consolar ellos a sus desvalidos siervos. La primera vez los recibieron a pedradas; la segunda los responsabilizaron de la lluvia; la tercera protestaron por viajar sin algún cortesano ilustre. Para la siguiente, Frozen ideó que la princesa acompañase a sus padres, como una manera de congraciarse con la plebe. Pero la futura reina Lolipop no estaba en condiciones de emprender grandes excursiones aquella mañana, después de una noche intensa en compañía de goliardos sopistas que habían llegado hasta el convento anejo al castillo. La maledicencia viperina habló de un perdido enamoramiento entre Lolipop y Lope de Moros, presunto autor de la “Razón de amor por los denuestos del agua y del vino”. Nada de ello ha podido ser verificado. Sí está constatado que su alteza descendió tambaleándose de la carroza, ante la indignación de la alcaldesa del lugar que no vaciló en censurar que estuviera allí nada más verla. De manera que en el plazo de unas cuantas semanas habían terminado enojando a todo el mundo de todas las maneras posibles: por los que se quedaban, por los que iban, por cómo viajaban y hasta por haber llovido a raudales.
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