
Antonio Lao
La vivienda, cosa de todos
La inmensa mayoría de los premios que se conceden, sean institucionales o privados, suponen un ejercicio de oportunismo y desfachatez de parte de quien los otorga, pues nunca sirven al premiado y si, y mucho, al que lo entrega. En su expresión o puesta en escena, además, son una oportunidad para el ejercicio de la vanidad y el escaparatismo sin disimulo. El más importante denominador común que invalida su legitimidad es que casi siempre se otorgan a gentes muy prestigiosas que ya no los necesitan. Por lo general, tiene más prestigio el que lo recibe que el que lo da. Se invierte así –y se pervierte- el sentido original de todo galardón. Prestigiarse a costa de premiar al prestigioso es, en el fondo, un autopremio; darse el premio a si mismo, hacerse la foto con el homenajeado y darse lustre a su costa. Reconocer a gente muy reconocida es, además, un ejercicio de conservadurismo y de ceguera para detectar nuevos talentos. Contextualizada así la cosa, de entrada, los premios que no tienen dotación económica y se hacen con voluntad de reconocimiento público deberían de prohibirse por ley, pues son una tomadura de pelo y una falta de respeto al premiado. En este sentido, proliferan como las setas las galas organizadas por empresas privadas y determinados grupos mediáticos ávidos de protagonismo, azuzados por la emergencia de financiación. Los galardones nunca tienen dotación económica y sirven al medio para darse importancia y, de paso, ganar algo vendiendo espacios para la publicidad, sean en sus espacios habituales o en los suplementos especiales que publican para narrar el fasto. En este territorio, además, tienen el apoyo incondicional de políticos que necesitan también abrillantar su imagen y prosperar socialmente o dentro de su propio partido. Juntar el hambre con las ganas de comer alcanza cotas de perversión verdaderamente notables. Los politicuchos destinan así dineros públicos para mejorar su imagen y, de paso, untar al medio y estar a bien con él. La contratación de publicidad y difusión en medios desde las administraciones públicas, con dinero que es de todos, es una dinámica, desde hace décadas, in crescendo y sin freno legal aparente, y que depende solo del político mandamás de turno. Volviendo al asunto de los premios, sorprende que muchos homenajeados de estatura no hagan esta reflexión previa y acepten como mansos corderos semejante espectáculo de intereses y vanidades sin rechistar. Y que pierdan además una parte de su tiempo en ir a recoger el galardón.
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