
Tábula Rasa
Guillermo de Jorge
Tristes empresas de la historia
Hay momentos en la historia —y en la vida personal— en los que todo parece detenerse. No por parálisis, sino revelación y, entonces, sientes que tienes que hacer algo. Los griegos lo llamaban Kairós: ese instante preciso y cargado de sentido en que la oportunidad aparece como un relámpago. Algunos, como Pablo de Tarso, Lutero o el papa Francisco y tantos otros caídos en su caminar a Damasco supieron reconocerlo a tiempo. En medio de una Iglesia embarrada que a duras penas logra abrirse camino entre cuestiones para las que la teología no tiene respuestas y tradiciones que pesan, hay que hacer algo. Lutero no se propuso fundar una nueva iglesia, sino cuestionar prácticas condenables en la Iglesia de su tiempo y, con autoridad teológica supo qué hacer al clavar sus 95 tesis en la catedral de Wittenberg, impulsado en sus tribulaciones por la búsqueda de un Dios misericordioso. Al papa Francisco le reprochaban no tener la altura teológica de su predecesor, pero prescindió de los oropeles que tanto le gustaban a Benedicto XVI, convencido desde su experiencia y el aprendizaje que deja la observación directa en el laberinto de la vida no tiene nada que ver con la erudición teológica. Se mantuvo alejado de católicos, clérigos y laicos incrustados en el mundo raro de los dogmas y anatemas, excesos y normas de una Iglesia que dirige la vida de sus fieles bajo el peso de un Dios salvaje. A los mercaderes del templo les ha molestado su empecinamiento contra las injusticias del sistema capitalista, su su exhortación a acoger al inmigrante, a reconocer a las minorías marginadas, a criticar el dolor en expansión de las guerras, a canonizar a un influencer milenial y a los que viven cargados de canciones tristes. La gente necesita un kairós, un refugio luminoso en medio del desconcierto de una iglesia tambaleante ante la congénita pedofilia de curas, monjes y obispos comportarse como lobos depredadores de miles y miles de niños. También la Iglesia necesita un kairós: una oportunidad, una revelación que lleve dentro la luz del mensaje, que unas veces se acerca y otras se aleja, cerrada sobre sí misma.
Hay que hacer algo para que esa Iglesia impulse su latido, me mire a los ojos y me hable con el lenguaje del corazón. Es mi plegaria llagada por el dolor. Por eso, ruego para que los cardenales que han de elegir un nuevo Papa lleven todos el mismo Dios, no el dios distinto que cada uno lleva en la cabeza, sino el Dios del amor, porque “Sin amor, una casa se condena”, escribió el poeta Henri Cole.
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