Opinión
Las uvas de Isabel y Pedro
Pasear a las ocho de la mañana por la Plaza Pavía -de la que nadie puede asegurar el origen de su nombre desde el siglo XIX- es registrar los sucesos parsimoniosos de los comerciantes que abren sus puestos de venta del mercado; es una infección afable de un bullicio inervado por una sustancia de olvidos; una plaza que parece una paloma a punto de echarse a volar; un paisaje en apariencia inofensivo donde, de una radio lejana puede salir una canción remota en el tiempo o puede salir una rabia a quien intente hundir el dedo en el corazón de esta plaza para rompérselo en pedazos.
Hay cosas que se han perdido para siempre, y lo saben sus moradores, pero en la Plaza Pavía hay una belleza helada y un coraje incendiario que arde sin saberlo. Así toda es la gente de aquí a las ocho de la mañana.
Lo saben quienes pertenecen a ese paisaje. Y lo supo aquel concejal que hace diez años, cuando vecinos y comerciantes sospecharon que hacía magia con el urbanismo de la ciudad como la hizo antes cuando derribó aquel símbolo del patrimonio industrial de la arqueología contemporánea de la ciudad que fue El Toblerone. Iba a hacer lo mismo con la pasarela de la Plaza Pavía: demolerla.
Cuando los vecinos sospecharon que la magia de su chistera era beneficiar a una prestigiosa cadena de supermercados en la Avenida del Mar para que los usuarios de la Pavía pasaran directos al supermercado saltaron en cólera, como aquellos romanos humillados por los samnitas en las Horcas Caudinas hace dos mil seiscientos años.
Ahora por la Plaza Pavía corre un estado anímico imbuido de ese espíritu samnita ante la prometida reforma de la pasarela. Es un malestar larvado por tantos años de trampas. Es como una atmósfera suspendida en la terraza de los bares, en los puestos del mercado y entre los vecinos lo que envuelve esa atmósfera en forma de magma inaprensible, incrédulos a las intenciones actuales del ayuntamiento.
Pero su incredulidad no es solo por la pasarela. Es, además, por la vieja demanda histórica de remodelación integral de esa plaza. Es el olvido permanente del Mesón Gitano o la puesta en valor de las cuevas de la Campsa como contenedor cultural y turístico, o por el incierto uso que se quiere dar al antiguo cine Katiuska.
Nombres todos que reivindican años de olvido que ahora se cobijan bajo el ecosistema de una remodelación estratégica, tantas veces anunciado como olvidado, eufemismo con el que intentar maquillar la eternidad. Gestos inocentes que alimentan una hoguera que los vecinos ni se preocupan por disimular sus llamas.
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