A Vuelapluma
Ignacio Flores
Los míticos 451º F
Hace poco, buscando pasar un día divertido en familia, pusimos todos rumbo hacia un parque acuático. Entre toboganes de curvas imposibles y guiris de bañadores horteras se encontraba una atracción singular. La piscina de olas se situaba en el centro del recinto prometiendo sensaciones de miedo. El alarido de una sirena anunciaba el espectáculo. Niños y mayores nos lanzamos al agua ansiando un vaivén acuático de vértigo. Pero la realidad no se hizo esperar. Y vino como suele hacerlo: fulminando las expectativas.
No dudo que la piscina sea un prodigio de la ingeniería pero confesaré que a la tercera ola decidimos salirnos. Era más fácil que te metieran un codazo a que el agua nos diese un revolcón. Y el oleaje, de tan rítmico y mecánico, resultaba aburrido.
Es llamativa la preferencia que solemos tener los seres humanos por lo artificial sobre lo natural. Nos sentimos atraídos por lo que el mismo hombre crea tal vez porque ahí vislumbramos nuestra capacidad de controlar la naturaleza. Pero suele suceder que tras sumergirnos en la previsibilidad de las experiencias manufacturadas acabemos descubriendo que lo auténtico tiene un encanto insustituible.
Este fenómeno no se limita sólo a la piscina de olas. También acudimos en masa a parques temáticos que reproducen paisajes salvajes. Corremos en cintas de gimnasio en lugar de sudar al aire libre. Y qué decir de las redes sociales o los dispositivos de realidad virtual. Buscamos, en definitiva, versiones del mundo controladas que sustituyan a las experiencias impredecibles. Sacrificamos, así, la espontaneidad de lo natural y la maravillosa sensación de interactuar con el mundo tal y como es. Pero esta tendencia hacia lo artificial paga un peaje en nuestra salud mental. La desconexión con la naturaleza y el reemplazo de experiencias reales por simulaciones pueden contribuir a un sentimiento de vacío y desorientación. Volver a lo natural es necesario para nuestro bienestar emocional y espiritual.
Saliendo de la piscina de olas percibí cómo el contrasentido de buscar experiencias auténticas basadas en lo artificial no es más que un reflejo de nuestra necesidad de confort y control. Casualmente ese día hacía un buen poniente. Créanme si les digo que acabé envidiando a quien decidió pasar el día en la playa, agarrando la sombrilla, entre olas auténticas y driblando a esa medusa que siempre llega arrastrada por un mar de verdad.
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