
Abierto de Noche
Francisco Sánchez Collantes
Vecce Vinci
Hay días, como los pasados días de lluvia, donde el cielo se te abre como una mancha de paño gris que, a ratos, se convierte en esta ciudad como un milagro de gotas. Hay días que la ciudad proyecta al cielo desde al mar un velo de luz potente en la que pudieran nadar peces, y hay días que esa misma luz tintinea cargada de calor y te asfixia porque, a veces, el tiempo de esta ciudad mata.
Paseando en unos de esos días mis horas por la verde solemnidad que es ese panteón del parque Nicolás Salmerón descubro la mirada implorante de un adolescente de color pidiendo algo para comer que, por su aspecto, más parecía una pálida raíz enrocado en abrazo invisible a un árbol del parque que un artefacto de carne y hueso.
Supe de él que formaba parte de la inexistencia de datos oficiales de menores que entraron de forma irregular el año pasado y no tienen seguimiento al proceso de protección, desarrollo e integración social, migrante de esos de cuerpo errante con almas perdidas.
Supe que estaba viviendo en las cambiantes fortunas del tiempo tejido por noches de silencio, descalabros y malabarismos de supervivencia desde su país, Mali, en guerra desde 2012 cuando él apenas tenía seis años, que empujó al país a la tortura, al pillaje y violaciones. Supe que sus padres, incapaces de protegerle de tanta violencia desplegada, le dijeron que su casa, su pueblo, su país ya no eran la salvación sino el apocalipsis, y huyó.
Supe de su largo viaje hacia lo desconocido un mes tras otro, una hora tras otra, todas llenas de ansiedad y recuerdos de esos que no perecen nunca, que sentía un miedo invisible cuando vivía en el peligroso perímetro de Algeciras acotado por la policía de la que huía con la destreza de un gamo porque le podían conducir a ser detenido, expulsado del país o ingresado en el opaco CIE de Algeciras o Málaga. Supe que, juntos a otros, atravesó la ruta de la frontera mauritana con Marruecos en permanente colisión con lo desconocido, buscando en Almería a otro maliense perdido no se sabe dónde y que sus sueños crujían de terror y desamparo, que vivía perdido en un silencio de lápida entre gentes que no le veían, pero que él sí las veía de noches tras las luces de sus casas encendidas, familias felices que no vivían rozadas por la impiedad salvaje de su soledad.
A aquel adolescente volví a verlo al día siguiente, y al otro, y al otro. Ayer mañana atravesé el parque, pero ya no estaba allí. Regresé a mi casa triste y rabioso y sentí que dentro de mí, siendo un monstruo de egoísmo como soy, todavía latía aquella persona que fui de 20 años, cargada de furia y ternura. Ahora sé dónde habitan las personas perdidas para ir a buscarlas cuando me hagan falta, para hacerlas existir cuando me sienta perdido.
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