Francisco García Marcos

La película que nunca se firmó

Comunicación (Im)pertinente

12 de octubre 2024 - 03:08

Rendido a su suerte, el indio Wzio solo esperaba que no tardaran demasiado en ajusticiarlo, aunque fuera cruelmente, como había hecho con los demás miembros de su tribu que habían capturado. Después lo descuartizarían, lo cocinarían y se lo comerían. Los sacerdotes explicaban que esa carne infundía poder sobrehumano. Solo que los aztecas no parecían muy dispuestos a concluir el sacrificio humano. De momento, disfrutaban de la mañana, soleada frente al mar. Aunque a lo lejos, mar adentro, llevaba tiempo observándose una embarcación extraña, inquietante por momentos, que se aproximaba con decisión hacia la costa. Al poco rato botaron de ella varias embarcaciones más ligeras. Sus marineros remaban enérgicamente, como si estuviesen impacientes por llegar a tierra. Con el reflejo del sol, sus pechos y sus cabezas brillaban de un modo cegador. Tras observarlos detenidamente, el sacerdote concluyó que se trataba de seres nocivos, procedentes del inframundo. Se originó un revuelo enorme. De inmediato, los guerreros se aprestaron a tomar sus lanzas, sus arcos y sus flechas, dispuestos en orden de combate, concentrados y enfebrecidos. A Wzio le dieron varios puntapiés para que se apartara de allí y no estorbara. Rodó como un fardo por la arena, hasta que encontró unos matojos tras los que guarecerse. Maniatado, observaba toda la escena, como un espectador privilegiado, pero fatídico, convencido de que el final del espectáculo consistiría en inmolarlo y guisarlo.

Los seres relucientes fueron recibidos con una lluvia de flechas y lanzas. Aparentemente resistían con bastante solvencia. Wzio se percató pronto de que su brillo procedía de las protecciones metálicas que llevaban sobre sus cabezas y sus pechos. En vista de aquel recibimiento, se produjo el inevitable combate, en el que terminaron derrotando a los aztecas sin demasiados miramientos. A Wzio le intrigaba cómo serían las ejecuciones entre los seres brillantes. Pero cuando llegaron hasta él simplemente lo observaron un rato. No tenía el mismo aspecto de los lanzadores de flechas, por lo que dedujeron que pertenecía a un pueblo distinto. Con precaución le soltaron las ataduras. Sorprendido y aturdido, Wzio tuvo la certeza de que los españoles habían llegado para liberarlos, a él y a su gente. En un arrebato de espontaneidad se arrodilló ante los recién llegados. El gesto de gratitud parece que es universal. A partir de aquel día, Wzio aprendió la lengua de los llegados del otro del mar, en la que llegó a escribir textos que ya fueron apreciados en su tiempo. También se enroló en las tropas con las que recorrió América y Europa, siempre orgulloso de lucir el morrión y la pechera brillantes de los tercios españoles. Por cierto, más allá de que esto pueda ser un bosquejo de guion, es una historia (casi) real.

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