El patito feo

21 de noviembre 2024 - 03:20

En el vasto panorama urbano, es fácil dejarse llevar por la grandilocuencia de los iconos arquitectónicos. Monumentos, rascacielos de autor y edificios estrella que buscan ser retratados en miles de selfies y postales. Sin embargo, en ese constante juego de luces y sombras que define nuestras ciudades, hay una arquitectura que se mueve en silencio, casi invisible. No llena portadas de revistas ni protagoniza premios internacionales, pero sin ella, las ciudades serían un mero escaparate vacío. Es la arquitectura modesta y anónima, la que no presume, pero construye ciudad.

Esta arquitectura pasa desapercibida precisamente porque no busca destacar. Es la vivienda de toda la vida en la esquina de tu calle, la fachada descascarillada que resiste al tiempo, el portal que tantas veces cruzaste sin prestar atención. No lleva firmas famosas ni necesita justificaciones teóricas de alto calibre. Su mayor mérito es su capacidad de formar parte de un todo mayor, de aportar sin reclamar protagonismo.

Pensemos en esas manzanas de edificios que, aunque diseñados sin grandes pretensiones, crean continuidad. En sus ritmos de ventanas, balcones y tejados se entreteje la trama urbana, un lenguaje común que da identidad a los barrios. Frente a la obsesión contemporánea por el espectáculo, estas obras anónimas nos recuerdan que el verdadero lujo es la coherencia, la armonía cotidiana. Porque no todo debe ser un Guggenheim; a veces, lo que necesitamos es una buena plaza donde sentarnos al sol.

Lo paradójico es que, pese a su modestia, esta arquitectura soporta el peso del tiempo mejor que muchos de esos flamantes hitos que envejecen mal. Hay algo profundamente honesto en su sencillez, una lógica funcional que huye del artificio. Cuando los materiales son nobles, las proporciones acertadas y los detalles bien pensados, el resultado es una belleza silenciosa que se mantiene viva, al margen de modas pasajeras o revoluciones tecnológicas.

En un mundo donde la arquitectura tiende a dividirse entre lo espectacular y lo precario, la modesta se alza como un recordatorio de lo que realmente importa. No se trata de impresionar, sino de acoger. De ser el telón de fondo de nuestras vidas, de permitir que la ciudad sea un lugar habitable antes que un escaparate. Porque al final, lo que hace ciudad no es el edificio que todos señalan, sino aquellos que, sin darnos cuenta, habitamos todos los días.

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