Luces y Razones
Antonio Montero Alcaide
Navidad
En tránsito
Después del diluvio de Valencia, va a ser muy difícil defender una política basada únicamente en los cálculos de los politólogos y en los montajes sobreactuados de los propagandistas al servicio de Sánchez. El diluvio ha servido de parteaguas –y nunca mejor dicho– que marca un antes y un después. Antes del 29 de octubre se podía engañar a la gente –siempre hay ilusos, siempre hay cínicos– con la propaganda y el relato falsamente progresista. Pero a partir de ahora, eso va a ser totalmente imposible, incluso en el caso de que Sánchez gane la batalla mediática contra Mazón y un PP totalmente noqueado (en su línea habitual, por otra parte). Ya nada va a volver a ser igual. Y la riada ha introducido en la gente de la calle la idea de que gobernar no es camelarse a los medios de comunicación y hacer chistecitos con Broncano y decir “españoles y españolas” y “valencianos y valencianas” quinientas veces al día. Es más, no hay nada más ridículo ni más humillante que oír a un político como Sánchez usando el pseudo-lenguaje inclusivo en medio de una catástrofe. De pronto, todo el mundo se ha dado cuenta de que ese lenguaje es tan artificial como el esperanto y no sirve para trasmitir ni un solo sentimiento genuino. Es pura lengua de madera, ideología, embelecos, patrañas. En fin, sanchismo.
Pero aún no hemos llegado a lo importante. ¿Se puede gobernar un país que ha sufrido la DANA de Valencia con unos grupúsculos independentistas que no paran de manifestar su desprecio –y su odio irreprimible– hacia sus conciudadanos españoles? ¿Se puede gobernar un país devastado con una extrema izquierda absolutamente extraviada en sus delirios plurinacionales y confederales y alucinatorios? ¿Se puede gobernar un país que ha sufrido la DANA teniendo que poner de acuerdo a una coalición de partiditos locales –poco más que un conglomerado de coros y danzas– que no tienen ni el más mínimo interés en defender el bien común? Por supuesto que no. Pero Sánchez se empeñará en hacerlo. ¿Por qué? Por dos razones. Una, porque Sánchez siente un apego monomaníaco por el poder (y en algún manual psiquiátrico debe de estar registrado el síndrome que padece). Y dos, porque sus compinches de juerga le van a sacar todo lo que puedan sin importarles un pimiento lo que nos pase a los demás. Así están las cosas. Y así estarán hasta que reviente el tinglado.
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