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Es habitual que los malos de las películas o el misterioso asesino de la novela despierte en nosotros sentimientos encontrados. Por una parte, reconocemos que el oscuro lugar en el que ha elegido vivir no es el nuestro; pero, por otra, sentimos un magnetismo especial hacia el antihéroe, esa figura que viene representando un papel clave desde los más antiguos mitos de la humanidad.
La atracción que sentimos hacia los personajes malignos puede explicarse desde diferentes perspectivas. En primer lugar, podríamos decir que el mito del “chico malo” nos atrae porque, en la ficción, suelen representar la libertad absoluta, el desafío de las normas y la posibilidad de romper las reglas sin miedo a las consecuencias. Esto nos fascina porque en nuestra vida estamos sometidos a intensas restricciones morales, sociales y legales. Los “malos” encarnan la fantasía de un poder sin ataduras. Los personajes malvados representan la oportunidad de explorar aquello que reprimimos. De alguna manera, estos personajes nos permiten vivir lo prohibido sin pagar un precio en la vida real. Diríamos que existe cierta liberación emocional en contemplar a alguien que se atreve a hacer lo que nosotros no nos permitimos.
Existe también cierta idealización del villano en cuanto a que resultan percibidos como más inteligentes o ingeniosos que los personajes buenos. Esto les otorga un atractivo especial ya que valoramos su capacidad para manipular situaciones y personas como un auténtico “superpoder”. Es curioso como esta suerte de inteligencia estratégica genera admiración en nosotros, incluso entendiendo que sus fines son moralmente dudosos. Los humanos sentimos auténtica fascinación por el poder mental y el control.
Y no podemos olvidar que un aspecto que hace atractivos a muchos villanos es su historia personal, el trasfondo emocional que también sufren en este tipo de personajes. Los espectadores, o lectores, empatizamos con ese ser humano que, a pesar de su despliegue de maldad, se vincula con nosotros a través de sus traumas, sufrimientos o conflictos internos. Vemos, en el fondo, a ese niño que en algún momento se torció pero que, de alguna manera, aún espera ser rescatado y amado.
En nuestro interior, por tanto, convive tanto el héroe como el villano. Y al final, la verdadera libertad, el verdadero poder, reside en reconocer ambas fuerzas y mantener el equilibrio sobre ese eterno duelo.
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