Olor a coche nuevo

Dicen que la arquitectura nació alrededor del fuego. Antes que el muro, antes que el techo y antes que las paredes, fue la lumbre la que ordenó el espacio. A su alrededor se tejieron los primeros gestos domésticos que, con la premisa de protegerse del frío, empezaron a surgir todo tipo de acciones relacionadas. La más evidente de ellas es, sin duda, el acto de cocinar, quizás se deba que, después de intentar no morirse de frio, es la segunda necesidad básica de cualquiera de nosotros para subsistir. Así que, no es casual que, miles de años después, la cocina siga siendo el corazón de la casa. No solo por lo funcional, sino porque es el lugar donde se cocina la vida.

La cocina es memoria sensorial. Es el olor a cebolla pochándose, a pan caliente, a café de media tarde. Hay casas que huelen a infancia y otras que huelen a domingo. Y no hace falta un plano para reconocerlas. Basta una bocanada de aire. El olor, más que ningún otro sentido, es capaz de atravesar el tiempo. Nos lleva a lugares que ya no existen, a mesas que ya no están puestas, a voces que ya no oímos. Pero que en nuestra memoria resuenan apegadas como una lapa atrapada en una piedra.

Quizás por eso, hablar del olor en arquitectura es hablar de una nostalgia activa. De una forma de habitar más allá del diseño. Porque hay arquitecturas que se reconocen no por su imagen, sino por lo que huelen. El perfume de un portal antiguo con buzones metálicos. La mezcla inconfundible de serrín y humedad en un taller. El aroma punzante del cemento fresco en una obra, como promesa de algo nuevo. E incluso la rareza sintética del “olor a coche nuevo”, que no es otra cosa que la emoción del estreno encapsulada en forma de química. Los espacios, como las personas, también tienen su olor. Y ese olor nos marca. Nos hace sentirnos cómodos o incómodos, nos acoge o nos rechaza. La vista es rápida, pero el olfato es íntimo. No razona: emociona. Y tal vez por eso lo hemos dejado fuera del discurso arquitectónico, más preocupado por lo fotogénico que por lo sensitivo. Habitamos con los ojos, sí, pero también con la nariz, con la piel, con la memoria. Los olores nos sitúan en el mundo, nos enraízan en los espacios y nos devuelven a nosotros mismos. Por eso, cuando los arquitectos proyectamos, deberíamos pensar también en los ambientes generados. Porque quizás, más allá de la forma, sea ese rastro invisible el que verdaderamente nos conecte con los escenarios de nuestra vida.

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