
Crítica literaria
Francisco Bautista Toledo
La puerta de mi casa
El día había amanecido inusualmente plomizo, unas nubes grises ocultaban un sol remiso, obligado a esconderse tras ellas sin haber sido previamente consultado. Su ánimo, ya resentido por el discurrir de los recientes acontecimientos, decayó un poquito más. Llevaba días sin poder “pegar ojo”, las sórdidas y terribles imágenes que le venían a la mente, eran una tortura constante. Se recogió el pelo en una coleta descuidada, se puso un pantalón vaquero y una camiseta añosa, a la que le tenía un especial cariño por haber sido un regalo de su hermano pequeño, al que adoraba, y se dispuso a pasear por la playa. Escuchar el rítmico sonido del oleaje le tranquilizaba, era como si fuese el latido del corazón de un animal gigantesco. Había vuelto a casa hacía apenas una semana, y ni la distancia, ni el tiempo, conseguían alejar de ella el dolor que trajo adherido a su cuerpo como una segunda piel. Antes de acabar sus estudios tenía claro lo primero que haría en cuanto consiguiera el título habilitante para ejercer como médica: trabajaría uno o dos años en una ONG en zonas en conflicto, era como una deuda de gratitud que ella quería saldar con la humanidad. Disminuir o quitar el dolor a personas que vivían en lugares en los que no había medios para calmarlo, salvar vidas condenadas a desaparecer antes de tiempo por ausencia de hospitales, curar heridas a seres injustamente lacerados, era parte de la vocación que la empujó a tomar la decisión de elegir esa carrera profesional. Recordaba con emoción cuando se despidió de su familia en el aeropuerto de la capital, y partió a su primer destino: un país sumido en la pobreza en el corazón de África. Su idea romántica del altruismo que la llevó hasta allí, pronto chocó con la dureza de las condiciones de vida de unos seres destrozados por las enfermedades más comunes, tan fáciles de erradicar que sentía una tormenta de rabia e impotencia en su corazón, bastaba con dedicar unos pocos dólares del PIB de ese país a comprar arroz, harina y unos pocos medicamentos básicos para erradicar el hambre y las enfermedades que tantas vidas arrebataban diariamente. A su vuelta, bastó una campaña de difusión local sobre lo que había visto y vivido, para conseguir una oleada de solidaridad que se tradujo en unos fondos, que pronto fueron destinados a la noble causa de mejorar las condiciones de vida en ese país. La segunda experiencia fue desgarradora, en esa zona no había escasez de alimentos o medicinas: simplemente eran inexistentes. Las bombas destrozaban infraestructuras, campos, viviendas y personas con fiereza. Cuando los ojos deshabitados de tantos niños se le clavaron en sus pupilas, sufrió un insoportable ataque de impotencia que la trajo de regreso a casa, sabía que en esta ocasión ni la difusión de las imágenes, ni la pedagogía iba a cambiar el destino de los gazatíes.
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