
Abierto de Noche
Francisco Sánchez Collantes
Martes
El Panteón de Agripa es más que un edificio. Es una epifanía de piedra, un desafío al tiempo que se alza en el corazón de Roma con la misma serenidad con la que ha observado pasar los siglos. Su cúpula, una de las mayores proezas de la antigüedad, no es solo un alarde técnico, sino una metáfora de lo eterno. Como un ojo abierto al infinito, el óculo en su cima deja entrar la luz con la misma solemnidad con la que un templo griego invitaba a sus dioses.
Si Roma es la ciudad eterna, el Panteón es su latido inmutable. No ha sucumbido a los estragos de la historia ni a la voracidad de la modernidad. Su portón de bronce sigue abriéndose con el mismo peso con el que lo hacía hace dos milenios, y sus columnas monolíticas de granito egipcio continúan sosteniendo no solo su frontón, sino la memoria de una civilización. Allí, donde antaño se rendía culto a los dioses paganos, ahora la arquitectura es la única deidad indiscutible.
Construido sobre las ruinas del templo original de Agripa y reconstruido bajo el mandato de Adriano, el Panteón representa la culminación de un ideal arquitectónico: la fusión perfecta entre forma y función, entre armonía y monumentalidad. No hay en su diseño una grieta de indecisión. Cada proporción, cada material, cada vacío y cada lleno parecen responder a un orden superior, como si la geometría tuviera un propósito místico. Algunas teorías sugieren que, en su origen, el Panteón pudo haber formado parte de un complejo termal. Si bien su función religiosa es indiscutible, la posibilidad de que también sirviera como un espacio de reunión y contemplación dentro de un conjunto más amplio añade una nueva dimensión a su misterio. Tal vez, más que un templo al uso fue un santuario de luz y piedra destinado tanto a los dioses como a los hombres.
Sin embargo, lo que realmente conmueve del Panteón no es solo su perfección, sino su capacidad para dialogar con el presente. La lluvia que atraviesa su óculo cae sobre el mismo suelo que pisaron emperadores y peregrinos. El sol que baña su interior enciende los mismos tonos ocres que deslumbraron a los artistas del Renacimiento. Quien cruza su umbral no solo entra en un edificio, sino en una continuidad, en una respiración profunda que une lo que fue con lo que será.
En un mundo donde la arquitectura a menudo se pliega a la urgencia de lo efímero, el Panteón se alza como un recordatorio de que la verdadera grandeza no reside en lo nuevo, sino en lo atemporal.
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