23 de julio 2024 - 03:07

Seguramente esto es una crisis personal. Hay tantas en la vida que… Siempre he pensado que las crisis que se suceden con las distintas edades no me han afectado demasiado. Estaré equivocado, claro. Se tratará de una impresión.

Esta de ahora es más bien, no sé…, de tipo intelectual, perdóneme el lector la pedantería –yo, intelectual, lo que se dice intelectual, no soy–. Por ejemplo, resulta que paso mucho de la narrativa. He leído tantas tonterías en tantas novelas, cuentos y narraciones varias que… Empezando por Juan Valera, que metió la pata en varias ocasiones, y terminando por muchos autores locales que quieren ganar el Planeta o que quieren imitar a Federico Moccia o a Blue Jeans con sus novelas para adolescentes tipo “Perdona si te llamo amor”. Espantoso.

Narrar es dificilísimo. Ya lo sabe el lector, es obvio. Es como pintar un cuadro –bueno– o realizar una escultura –buena–. Uno puede coger ingredientes de aquí y de allá, de los clásicos griegos y romanos, de la tradición, de la mitología, etc. añadir latinazos, adobar con magia por todos los lados y… cha–cháaaan: Harry Potter. Los adolescentes se lo quitan de las manos a la Rowling. Y ahí la tienen: la segunda fortuna de Inglaterra.

Y es que la novela se ha frivolizado. El mediano escritor piensa que es libre de imaginar una trama, abocetar unos personajes, construir una armazón y hala, en ese cóctel cabe todo. Nada más lejos de la realidad. Porque es la realidad la que manda. Cuando la acción, el episodio, el personaje, la trama, etc. se salen de la realidad, es decir, de lo posible, la novela muere.

Porque todavía existen unas reglas que nadie puede expugnar. Son inamovibles. No ya aquellas unidades de acción, tiempo y lugar aristotélicas. Digo unas reglas que hacen lo leído creíble, y por tanto respetable, o increíble, absurdo o directamente imposible, lo que le hace despreciable. Ay, aquel libro que arrojé al pasillo desde mi cama de enfermo a los diez años: lo cotejé con el Quijote, que leí entonces en edición de Sopena de 1954, y no resistió la comparación. Y sin embargo aquel otro, el Libro de España, que admiraba tanto que lo llevé a la escuela de doña Josefina… y me lo quitó porque me distraía con él. Increíble hoy. No lo recuperé y todavía, más de sesenta años después, me duele haberlo perdido.

Y ya está. Otro día hablaré de Poesía y poemas. Que ustedes lo lean bien, allá donde se hallen. Amén.

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