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La obsolescencia programada, aunque pudiera asimilarse de algún modo, tiene poco que ver con los objetos o servicios que quedan obsoletos para razón del “natural” avance tecnológico. Esto es, se hacen “antiguos” -la relatividad siempre es necesaria en materia de tiempo- no porque se hubieran creado pensando en ser pronto renovados, sino por la natural -eso es, en este caso- evolución de la tecnología. Pensar en la última vez que se hizo cola para hacer una llamada en las cabinas telefónicas repartidas por la calles -recuerdo que no tendrán quienes vinieron a la luces del mundo cuando la telefonía móvil ya estaba extendida- trae a la memoria un tiempo de hace décadas, que parece todavía más lejano -aquí la relatividad- por el casi prodigioso avance del teléfono -junto a tantas otras utilidades más- en el bolsillo. El buzón de correos, asimismo, no es que acabe convertido en mobiliario urbano, mas sí quizás en una de esas instalaciones artísticas que se exponen en los museos con el riesgo de ser recogidas, y descompuestas, por los servicios de limpieza. La práctica inutilidad -por ser innecesarios- de los buzones es pareja a la extinción de la relación epistolar mediante misivas entre interlocutores “al recibo de la presente”. De modo que en esta calle, casi túnel del tiempo, se exponen dos singulares piezas del relativo museo de la obsolescencia.
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