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Pepe Muface se despertó de pronto, azorado y más inquieto que de costumbre. Cuando todavía empezaba a amanecer, se percató de que estaba durmiendo en el suelo, en medio de un desierto esencial y polvoriento.
Desembarazándose de un primer momento de perplejidad, trató de incorporarse. Llevaba varios días con una faringitis mayúscula, que le había convertido la garganta en una roca más áspera que el suelo en el que estaba.
A medida que se asentaron las primeras luces, poco a poco fueron emergiendo los edificios que, al parecer, se soterraban por la noche. Así el paisaje urbano fue poblándose paulatinamente de bloques de pisos, supermercados, escuelas, comisarías, iglesias y edificios administrativos.
Pero para Pepe Muface no había establecimientos sanitarios. Algunas veces creía ver un ambulatorio o incluso un hospital. Pero, a medida que se aproximaba a ellos, las puertas empezaban a difuminarse, hasta desaparecer por completo. No podía entrar en ninguno de ellos y su faringe se había convertido en unas tenazas a su cuello.
Lo primero que se le vino a la cabeza fue lo fácil que habría sido financiarles la sanidad: la casa real, el Senado, los cargos dobles o triples, las legiones de enchufados, un listado casi interminable. Con todo lo que se ahorrarian si lo suprimieran, había más que de sobra, pero para varias sanidades.
Luego se le vinieron a la cabeza las imágenes de la clase política que se le había ido almacenando durante años.
Los que emergieron ahora, brotando a borbotones y formando una hilera que llegaba hasta el horizonte, fueron los personajes públicos rebañando las bandejas en las recepciones, para llevarse los tuppers a casa, el expolio de platas, cortinajes y obras de arte en los edificios público, los maletines con sus correspondientes mordidas, las recalificaciones fraudulentes, las legiones de colocados, sin más, el continuo ejercicio como trileros sociales.
Pepe Muface murió al caer aquella misma noche, asfixiado abandonado en el mismo, sempiterno, desierto en el que había despertado.
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