Opinión
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Cuando leyó la novela “Yo Zenobia, reina de Palmira” quedó fascinada. La habilidad militar, cultura y sabiduría de una reina que en el siglo II y III, expandió su territorio más allá de Siria, Egipto, Anatolia, Palestina y Líbano era algo insólito. Fue capaz de crear en el desierto de Siria, un imperio que hizo cara a Roma en su momento de esplendor, convirtiéndolo en un Oasis floreciente y rico, donde la sofisticación y la magia, le trasladaba al mundo onírico de las Mil y Una Noches. Una de las cosas que se le quedó grabada era la costumbre de tomar el té con menta acompañado con pastas de nombres tan evocadoras como “cuernos de gacela”. Pasados los años descubrió un restaurante, en una casa romana sevillana, donde servían el té con menta y “cuernos de gacela”, lo que le transportaba a ese mundo desaparecido. Lo curioso era que cada vez que escuchaba el nombre de esas pastas de delicado sabor, le venía a la mente la imagen de unas pequeñas y estilizadas gacelas en peligro de extinción, que eran objeto de estudio y recuperación de la especie, en una finca de propiedad pública en las faldas de la Alcazaba denominada “La Hoya” o “la Joya”. Con apenas diez años, en los sesenta del siglo XX, conoció a dos científicas que trabajaban en ese proyecto y le impactó conocer que unas chicas tan jóvenes se dedicaran a una profesión tan atractiva como masculina por aquel entonces. Poco después visitó con ellas el laboratorio, situado en un imponente edificio del paseo de Almería, y le sorprendió verlas allí rodeadas de tubos de ensayo y microscopios. Ese día, acabaron en la heladería italiana que había cerca del edificio, con la promesa de visitar más adelante los animales objeto de su estudio. Un domingo, de esos cansinos y aburridos, las investigadoras la invitaron a visitar “la Joya”, y fue una experiencia inolvidable. Le fueron explicando los animales que había allí, sus características, lugares de origen, etc…, y el objeto de la misión, que no era otro que devolverlos a su hábitat una vez recuperada la especie, puesto que eran los úricos ejemplares que quedaban al haberse extinguido en libertad. Unas pequeñas y gráciles gacelas llamaron su atención, le dijeron que eran “gacelas dorcas” y esa imagen la conservó siempre en su memoria. Hoy la “vieja del visillo” moderna en que se había convertido Google, le envió una noticia con la imagen de una gacela muerta, sintió un nudo en la garganta y una inmensa tristeza: más de cincuenta años tirados por la borda. Al parecer, se trataba de la crónica de una muerte anunciada, se había advertido por parte de los científicos del peligro que corrían sus vidas de celebrarse los conciertos anunciados en su entorno, pero nadie lo impidió.
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