Un manto para volar

04 de julio 2024 - 03:09

El capítulo doce del Apocalipsis, que narra el enfrentamiento entre la mujer y el dragón, entre el bien y el mal, tiene en uno de los quince grabados de Durero que ilustran este libro, realizados en 1498, su más exacta representación visual e iconográfica. En una sola imagen condensa el artista alemán toda la secuencia narrativa del pasaje con una brillantez y eficacia pasmosas. Esta estampa sirvió dos siglos después al escultor –probablemente la Roldana- que talló la Virgen del Saliente. La escultura reproduce fielmente la imagen de la mujer que acaba de dar a luz, coronada con doce estrellas y la luna por pedestal que aparece en el grabado. La posición de todo el cuerpo y de las manos, el rostro aniñado y regordete, el diseño y pliegues de la túnica, la caída del pelo largo rizado como las serpientes de la Gorgona mitológica… puede afirmarse que la virgen albojense es una traslación a escultura del personaje ideado por Durero. Y lo mismo puede decirse de la imagen del dragón; en el grabado está erguido frente a la virgen y en la escultura es pisado por ésta, pero se trata indiscutiblemente del mismo animal. La única novedad iconográfica aportada por la escultora con respecto a la virgen parida por Durero es la sustitución de las alas por un manto hinchado por el viento. Este manto ocupa en la imagen escultórica la misma forma y volumen que las alas en el grabado. El capítulo doce, tras narrar el parto y entrega del recién nacido a Dios “para su trono”, dice que “la mujer huyó al desierto, donde tiene un lugar reservado por Dios”, y también que “se le dieron a la mujer las dos alas de la gran águila para que volase al desierto, su lugar”. Queda claro por tanto que, tras la batalla con el dragón, la mujer huye volando, surcando los cielos y ayudada por los vientos, hasta el desierto. Ello explica el diseño del manto hinchado a modo de parapente o globo aerostático; se trata de una ingeniosa y visionaria solución anticipatoria de la escultora, mucho antes de que la humanidad inventara esos artefactos voladores. En ello muestra, qué duda cabe, una ocurrencia de tinte leonardesco. La mujer llega volando a su lugar, al desierto, y allí permanece. Eso debió pensar Claudio Sanz y Torres la primera vez que contempló la imagen en la primitiva ermita del Roel, en aquel paisaje agreste y pelado, duro y desértico. Vio entonces con meridiana claridad que ese era el lugar para construir su sueño, un gran edificio que fuese una escuela teológica apocalíptica.

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